La Jornada 8 de junio de 1997

MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
El circo romano

Para el doctor Arnoldo Kraus

Antes, cuando por alguna razón mencionaba a mi inoportuna visitante, me refería a ella como a ``esa mujer''; dejé de hacerlo desde que me dijo cómo se llama: Eglantina. El hecho de que algunas veces le diga Tina no me autoriza a manifestarle que, en mi opinión, su problema deriva en parte de su nombre. Quizá todo sería distinto si la hubieran bautizado como Elizabeth, Maribel o Jéssica. A toda Eglantina se le considera, de entrada, persona de otro tiempo y esto, en un mundo donde todo tiene que ser nuevecito, es muy peligroso.

Desde mi punto de vista, si quiere encontrar algo también debería exhibir menos su religiosidad: le cuelga sobre el pecho un montón de medallas. Así, ¿quién va a darle el puesto de secretaria, de auxiliar o de lo que sea? Ultimamente, sobre todo, mi conocida repite con frecuencia la frase. La pronuncia como si estuviera al borde de un abismo al que no le queda más remedio que arrojarse. Si lo hiciera, sonarían durante su descenso las reliquias que tintinean cada vez que Tina se lleva la mano al pecho para remover la angustia que lo oprime.

Muchas veces he pensado que no ganaría nada si me atreviera a decirle lo que pienso. No me oye, habla en voz baja, de corrido y muy rápido si está nerviosa.

En esas ocasiones la llamo Tina -``No se preocupe así, se va a enfermar, acuérdese de que Dios aprieta pero no ahorca''-, libertad que me permito para que ella sienta que de veras me mortifica su situación: no consigue trabajo en ninguna parte, no la quieren por su edad.

Eglantina ha enfrentado el rechazo constante desde que trató de recuperar el puesto de secretaria ejecutiva que ocupó durante diecinueve años, y es peor ahora, cuando ya descendió al mínimo el nivel de sus aspiraciones: ``que me den trabajo de lo que sea''.

II

Comprendo que con el tiempo, y conforme han ido agravándose sus problemas, me he convertido en una persona importante para Eglantina; conmigo puede desahogarse como quizá lo hizo en otra época con personas mucho más próximas: un familiar, sus compañeros de trabajo, puede que hasta un amante. Esta última posibilidad se desvanece apenas recuerdo las reliquias que lleva sobre el pecho. ¿Tintinearían cuando ella se entregó a la dulce cabalgata del amor? No. Estoy segura de que antes se despojó de las medallitas y de que lo hizo con la expresión estoica de una mártir a punto de ser arrojada en la arena amarillenta de leones.

Reconozco que puedo imaginar este cuadro gracias a las películas que repiten en la televisión cada Semana Santa. En una aparece Deborah Kerr muy serena y altiva, aun cuando se encuentra a cinco centímetros de varias fauces ávidas. Ah, si uno pudiera adoptar esa actitud ante las situaciones difíciles, sería maravilloso; pero no es posible y la mejor prueba es Tina.

III

Nuestra relación no es propiamente amistosa y mucho menos equitativa. Yo no me tomo ninguna libertad con el tiempo o con los espacios de Eglantina, ni siquiera se me ha ocurrido preguntarle si es casada o dónde vive. Tina, en cambio, no tiene ningún miramiento conmigo. Sea cual fuere la hora en que regrese de sus búsquedas, entra aquí, sin pedirme permiso se dirige al sanitario y luego sin ordenar ni un café, viene directo a mi caja y se pone a conversarme. Le da lo mismo si estoy cobrando una nota o leyendo algo: de todas formas me cuenta que le fue mal, que en todas partes le cerraron las puertas y que en ninguna le concedieron los segundos necesarios para decir que está dispuesta a trabajar de lo que sea.

Siempre que se despide, sufro una seria confusión de sentimientos. El de culpa rige a los otros. Por más que trato de evitarlo, ante Tina siempre acabo sintiéndome mal porque tengo trabajo y familia, porque no actúo con absoluta sinceridad -me refiero a que le oculto lo que pienso de su nombre y de las medallitas- y, sobre todo, por fingir que me da gusto verla cuando lo cierto es que ya me resulta pesadísimo oírla hablarme de sus problemas. ¡Cómo si yo no los tuviera!

IV

Hoy la situación fue mucho peor en todos los sentidos, también en el de la culpa. ¿Por qué en vez de escucharla contarme sus tragedias le salí con el asunto de los avances cientificos? ¿Quién soy yo para hablar de eso? Nadie. No entiendo la ciencia más allá de que existan bombas de cobalto o de que se hagan trasplantes. Conozco bien mis limitaciones y, desde que vivo con mi hermana y mi cuñado, me he vuelto más cauta para elegir los temas de conversación. Hoy me precipité y no me perdono haberlo hecho por la más absurda cobardía.

Pobre Tina. Esta noche comprendí que es verdad lo que dice: el mundo está confabulado en su contra. Todas las circunstancias le son adversas, inclusive el clima: si hace calor, la pobre transpira de tal forma que el maquillaje -y conste que es bastantito- se le derrite y le da aspecto de payaso triste; si la temperatura baja, la punta de la nariz se le vuelve azul y toda su cara parece cadavérica. Hoy llovió a cántaros y las consecuencias no sólo fueron terribles para el aspecto de Eglantina, sino también para mi conciencia.

Lo diré de una vez: verla entrar al restaurante ensopada, con la vejiga reventándole bajo las pantimedias, me enfureció y me inspiró un pensamiento que me avergüenza: ``Si esta mujer llora, se le saldrán los mocos y al ratito su cara será un auténtico batidero que no podré resistir sin volver el estómago''. Para evitarme semejante experiencia, me adelanté y antes de que pudiera tomar la palabra le mostré una revista y le dije: ``Estoy leyendo un artículo interesantísimo acerca de los avances científicos''.

Se me quedó mirando desconcertada, como un niño al que alguien le saca un dulce de la boca. ``Deberían reproducirlo en volantes y repartirlo en las calles; así acabaríamos con la tonta idea de que en nuestro México todo es corrupción y atraso''.

Percibí el efecto positivo que la frase nuestro México había tenido sobre Eglantina cuando la vi abrir los ojos inmensos y apartarse el mechón húmedo que goteaba hasta su barbilla. Entonces me dispuse a ponerle broche de oro a mi estrategia: ``Olvídese de la inseminación artificial. Eso no es nada en comparación a lo que se está consiguiendo en cuanto a promedio de vida. Antes un mexicano vivía más o menos cincuenta años; ahora hay una inmensa población de setenta y ochenta; pronto, gracias a los progresos en la investigación, será de lo más común ver personas de cien años o más''.

Su rostro se descompuso -sus facciones se desparramaron, exactamente como un flan retirado del molde antes de que cuaje por completo- y sucedió lo que tanto temía: las lágrimas se mezclaron con la lluvia y después con los mocos. Aniquilada por aquel batidero guardé silencio.

Eglantina interpretó bien el sentido de mi mutismo porque, sin preguntárselo, dijo: ``Tengo cuarenta y dos años. Eso significa que pasaré, cuando menos, otros cuarenta buscando trabajo de lo que sea. ¡Espantoso!''. Me mordí los labios. Tina permaneció inmóvil, haciendo no sé qué cálculos mentales; luego se llevó las manos al pecho y, entre el tintineo de santos varones y de vírgenes, la oí decir: ``¿Habrán pensado en esto los científicos?''

No supe qué contestarle y, cuando quise hacerlo, Eglantina ya estaba en la puerta. Le grité: ``Buenas noches, que descanse''. Tina no me contestó: ensopada, arrastrando los pies, se perdió en la calle donde los cláxones rugían como leones hambrientos en el circo romano.