No cabe duda que los orígenes de nuestra ciudad son fascinantes; se remontan a ese lejano pasado en que un grupo de audaces hombres y mujeres deciden abandonar la isla que habitaban, seguramente ya insuficiente para dar alimento y cobijo a una población creciente.
Llamada Aztlán, que significa ``Lugar de Garzas'', se dice que está en Nayarit, en un hermoso sitio que aún existe, rodeado de manglares, esa vegetación que echa raíces en el lecho de las aguas. Eso explica que el grupo que llega a la cuenca de México, expulsado de sus orillas por los que les antecedieron, tenga el arrojo de fundar su ciudad en medio de cinco bellos lagos, utilizando como centro un pequeño islote, en donde encontraron la señal anunciada por sus dioses: un águila parada sobre un nopal devorando una serpiente.
Esto sucede alrededor de 1325 y de ello dejan los aztecas múltiples testimonios. Ahora, con motivo de conmemorar la fundación de la magna ciudad de México, el Archivo General de la Nación presenta una excelente exposición con varios documentos de enorme interés. Sobresalen: una copia del llamado Códice Aubin, que lleva ese nombre por haber sido adquirido por el intelectual francés Joseph Marius Alexis Aubin.
En él aparece la historia de la peregrinación desde que salen de Aztlán en el año 820. Contiene también la historia dinástica de Tenochtitlan y los cuatro barrios que conformaban la ciudad. Este importante documento es una crónica pictórica en náhuatl, elaborada varios años después de la Conquista.
El Archivo muestra también un delicioso dibujo anónimo de la cueva primigenia o matriz mítica en Aztlán, que representaba para los pueblos mesoamericanos el lugar ideal. El erudito Gutierre Tibón dice que la cueva simboliza el útero o matriz de la diosa Madre Tierra llamada Coatlicue, progenitora de Huitzilopochtli, a la que también se le conoce como Madre de los Dioses.
Otra joya es la lámina 1 del Códice Durán, igualmente poshispánico, que muestra el sitio llamado Chicomostoc o de las Siete Cuevas, por donde pasaron los aztecas durante su peregrinaje en búsqueda del lugar profetizado por sus dioses. Varios expertos como López Austin y el propio Gutierre Tibón, dicen que Chicomostoc es el útero de la Madre Tierra y las Siete Cuevas son los pliegues de la matriz.
Otra maravilla es el Códice Boturini o Tira de la Peregrinación, anónimo indígena realizado en la primera mitad del siglo XVI. Se trata de un códice tipo biombo, elaborado en un solo lado en papel indígena y sin policromar. Muy completo, parte de la salida de Aztlán, guiados por Hutzilopochtli, quien es cargado por cuatro sacerdotes; los años que vivieron en cada lugar están marcados por ``cuadretes'', lo mismo que los hechos acontecidos. Termina narrando la etapa de subyugación que padecieron los mexicas por parte de Coxcox, señor de Culhuacán, quien les solicitó vencer a los xochimilcas; como prueba de su victoria le presentaron las orejas de los enemigos.
A diferencia de los documentos mencionados que se encuentran en el extranjero, este está muy bien custodiado en la biblioteca del Museo de Antropología, en una impresionante bóveda que semeja la de un banco, en donde con temperatura especial resguardan nuestros códices más valiosos, bajo la vigilancia de la doctora Stella María González Cicero, quien a hecho una magnífica labor al frente de la dependencia, poniendo a salvo nuestros bienes más preciados, ya que lo mismo ha hecho con libros de gran valor, al tiempo que presta servicio a investigadores y visitantes.
Por último hay que mencionar --aunque hay más-- el Códice Mendocino, también del siglo XVI, que muestra una pictográma con un glifo en el centro con una roca y un nopal, que significa Tenochtitlan. De bellos colores y exquisitos didujos, es cautivador a simple vista y cuando se conoce su significado, despierta admiración y reconocimiento a las personas que a través de los siglos, han salvado estos tesoros que fueron objeto de destrucción sistemática. Este lo custodia el propio Archivo General de la Nación, que dirige Patricia Galeana otra mujer notable, que a las funciones propias del lugar, le ha sumado el ser centro de exposiciones y ciclos de conferencias, que enriquecen la memoria histórica de los capitalinos y fortalecen nuestro sentido de identidad.
Por todo ello hay que brindar en una de las cantinas más antiguas de la ciudad, El Gallo de Oro, en Bolívar y Venustiano Carranza, enfrente de la ranita, que además tiene buena comida, en la que destacan el hígado encebollado y los gusanos de maguey; para los que no simpatizan con este tipo de alimentos, hay buena carne asada con puré de papa.