Alberto Fujimori, presidente de Perú, está en plena campaña electoral con el objetivo de ser reelegido por tercera vez consecutiva, a pesar de lo que dice la Constitución peruana (que ya había hecho reformar para poder ser reelegido después de su primera presidencia). Su campaña, sin embargo, es muy peculiar, pues busca modificar, por todos los medios y con todos los medios de información, los sondeos de opinión que le son desfavorables precisamente en el espinoso terreno de su perpetuación en el gobierno.
Por ejemplo, se ha lanzado contra quienes le han criticado en la televisión y en la radio (o sea, en los medios más populares, formadores e informadores en un país donde pocos tienen acceso a la prensa escrita ) y ahora sostiene que la policía y el ejército (también criticados por la opinión pública y los informadores) son quienes garantizan la libertad de prensa. Al mismo tiempo, ha defenestrado el Tribunal Constitucional, cuya mayoría se oponía a su reelección, mediante un mero voto mayoritario en la Cámara (que no es el organismo fundamental en la determinación de la constitucionalidad de los actos de los poderes Legislativo y Ejecutivo) y, de ese modo, ha sometido al poder Judicial a los vaivenes políticos que el presidente impone a los legisladores. Recuérdese que Fujimori, con un autogolpe que el mundo todo denunció y condenó, ya había disuelto un Parlamento donde no tenía mayoría y lo había hecho con la complicidad de los jefes militares. A éstos, denunciados por su guerra sucia y por los lazos de muchos de ellos con el narcotráfico, el presidente peruano les atribuye un papel esencial en su gobierno y ha impuesto, por ejemplo, que el Parlamento no discuta el enriquecimiento o la actividad de su brazo derecho y asesor, el capitán Vladimir Montesinos, implicado en diversos asesinatos e incluso en un caso de tortura a una oficial de seguridad que los mandos creían infidente.
Fujimori fue elegido presidente, la primera vez, debido al ardiente deseo de honestidad, de paz, de orden que tenían los peruanos, y que les llevó a votar por un chino (o sea, un extranjero sin lazos políticos, trabajador y honesto) que era desconocido. Pero el tiempo ha pasado y ahora los peruanos, que siguen deseando como entonces paz, orden y honestidad, han visto que aún no han logrado obtener ninguna de las tres cosas. Fujimori, que insiste en la receta que le dio el triunfo y que ha visto que su popularidad, que caía, aumentó repentinamente después del sangriento asalto a la residencia del embajador nipón en Lima, se juega ahora el todo por el todo con gran energía, para conseguir la reelección y va así a un choque con la legalidad (casos de los jueces), a una intensa militarización de la vida política en nombre del combate al terrorismo (que es muy débil y además tiene como principal base la pobreza y la injusticia) y, además, recurre al nacionalismo patriotero para crear la impresión de que la patria está en peligro, de modo que quien no apoye al gobierno aparezca como un traidor a ella. Si en las elecciones anteriores la oportuna guerra con Ecuador enriqueció a muchos militares y dio dividendos políticos al presidente, ahora Fujimori recurre, en efecto, a la tensión con Chile, siempre presente desde la derrota peruano-boliviana en la guerra del siglo pasado con ese país. Las mordazas a la prensa y a los jueces, el sometimiento del Parlamento, la militarización, el rearme costoso y acelerado y el chovinismo belicista quizás puedan servir para una nueva reelección de Fujimori, pero seguramente no sirven para la democracia ni para la estabilidad en nuestro continente.