Carlos Bonfil
El último hombre

"Un samurai solitario, atrapado en medio de la lucha entre dos clanes enemigos, se pone sucesivamente al servicio de cada uno de los bandos". Este es el punto de partida de Yojimbo (Kurosawa, 61), cinta inspirada en una novela de Dashiell Hammett, Cosecha roja (1929). En su película más reciente, El último hombre (Last Man Standing), el realizador estadunidense Walter Hill (Los guerreros, Geronimo, Johnny Handsome), se basa en esa historia de Ryuzo Kikushima y Akira Kurosawa y propone una curiosa mezcla de cine de gángsters y western, con Bruce Willis en el papel protagónico. La historia de Yojimbo tuvo en 1964 otra adaptación: Por un puñado de dólares, del italiano Sergio Leone, con Clint Eastwood en el papel del pistolero a sueldo.

La acción de El último hombre se sitúa en 1931, en el poblado espectral de Jerico, Texas. Dos bandas rivales, comandada una por el italiano-estadunidense Fredo Strozzi y la otra por el anglosajón Doyle, mantienen aterrorizada a la población con su lucha sin cuartel por monopolizar las operaciones de contrabando de licor. Es la época de la prohibición, y Jerico (variante del Poisonville de la novela de Hammett), un territorio de nadie. El espactador llega a preguntarse, sin embargo, qué beneficio real puede obtener cualquiera de las dos bandas en un lugar a tal punto abandonado.

En una cinta de Walter Hill la verosimilitud es un asunto menor. ¿Qué mayor "incongruencia" que ubicar una trama gangsteril de los años treinta, no en el Chicago de El pequeño César o de Caracortada, sino en un miserable pueblucho de western? Elegir a Bruce Willis para el papel estelar, ¿no es aprovechar un icono del cine de acción (Duro de matar, y secuelas) para estilizar humorísticamente el género? La intención paródica es evidente en una caracterización llevada a la caricatura, la del temible matón sádico, Hickey (Christopher Walken --El verdugo de Nueva York, de Abel Ferrara-- con aspecto de guarura zombi). Pero Hill consigue también personajes bien construidos, como los líderes bandoleros, Strozzi y Doyle (interpretados por Ned Eisenberg y David Patrick Kelly, respectivamente). Aparece también Bruce Dern, un actor que Walter Hill utilizara hace casi 20 años en otra cinta de acción. Driver (78), al lado de Ryan O'Neal e Isabelle Adjani. Dern es aquí un sheriff malvado a quien el guión presta, súbitamente, sentimientos generosos.

En El último hombre, ni siquiera el despiadado comportamiento gangsteril atenta contra las nobles convenciones del western. Se respeta la vida de los inocentes, se lava la honra de las mujeres (su rescate moral es obra del pistolero supuestamente desalmado) y las masacres de John Smith (el nombre de ciudadano común que elige darse a sí mismo el pistolero) sólo conducen al restablecimiento del orden. Una vez aniquiladas las bandas de villanos, y logrado el propósito no declarado de la misión justiciera, el carismático John Smith partirá a un destino desconocido, como en cualquier western crepuscular.

Un elemento notable de El último hombre es el trabajo del camarógrafo Lloyd Ahern, su manera de sugerir en el ámbito del western atmósferas del cine negro. Walter Hill regresa en esta cinta al estilo de sus primeras películas --como si hubiese querido combinar la épica urbana de Los guerreros con la melancolía de The long riders. La música es al respecto muy sugerente (How long, how long blues o Denver blues, interpretadas por Ry Cooder), y el personaje de mercenario seductor que interpreta Bruce Willis también contribuye a alimentar las ambivalencias del tono adoptado. Es de lamentar, sin embargo, el tratamiento apresurado, muy esquemático, que la cinta reserva a los personajes femeninos, así como el desdén apenas disimulado que muestra el director cada vez que se refiere a México, y que los encargados de subtitular la cinta intentan reparar como pueden. Por lo demás, El último hombre, es una buena película de acción, y también una de las obras más personales de Walter Hill, cineasta hollywoodense.