Saber si alguien es optimista o pesimista no es tan fácil como podría parecer. Casi al final de su vida, en una conversación con George Sylvester Viereck, Freud insiste en que no es pesimista y en que es feliz. "No detesto el mundo --afirma. Expresar desprecio por el mundo no es sino otra forma de seducirlo, de atraerse un público y su aplauso". Ya creó su teoría; está enfermo; a causa de las circunstancias políticas en breve tendrá que abandonar Austria, su país, y refugiarse en Londres, en donde va a morir.
El paciente llegó con un sueño. El titular del diario más importante notificaba que su padre había muerto. A partir de 1900 el psicoanalista podía estudiar la Interpretación de los sueños de Freud y atar cabos. Freud resume su vida, de más de 70 años: "He comido lo suficiente. He disfrutado de muchas cosas: de la camaradería de mi esposa, de mis hijos, de las puestas de sol. Vi crecer las plantas en primavera. De tanto en tanto, me fue dado recibir un apretón de manos de un amigo. Una o dos veces me encontré con un ser humano que estuvo a punto de entenderme. ¿Qué más puedo querer?"
Pero no es pesimista. Le gustan las flores; sus flores; afirma que acepta la vida con una humildad alegre; no cree en la fama, es decir, no la ambiciona. Debido al clima político a su alrededor, asegura que obtener un reconocimiento por parte de su universidad no implicaría para él sino una vergüenza. A pesar de que ha vivido en una cultura alemana, con idioma alemán; a pesar de que sus logros fueron alemanes y de que su mundo intelectual fue alemán, el prejuicio antisemítico imperante lo lleva a repudiar lo alemán. Ahora, dice simplemente, "soy judío".
El optimismo tiene que ver de forma directa con la esperanza, esto es evidente; sin esperanza, ¿qué es uno? Pero si ante declaraciones como las que hizo Freud a Viereck uno cree en lo que escucha y conserva la calma, uno es un desalmado. Tendrías que reaccionar. Abrazar a Freud, asegurarle que ¿lo necesitas? ¿Que todavía hay más cosas que disfrutar aparte de las flores y los atardeceres? ¿Podrías enumerarlas sin vacilar?
Visité a mi padre. Está sordo; ya casi no puede caminar. El bastón con el que se ayuda se dobla y amenaza con quebrarse cada vez que mi padre logra levantarse apoyado sobre él. No quiere otro, sin embargo. El de aluminio que le tiendo, "pesa demasiado", dice, y lo deja de lado. "En unos días estaré más cerca de los 88 años que de los 87, y no quiero sufrir. ¿Para qué? Quiero que me ayuden a no sufrir". Mientras, lo ayudo a subir hacia su recámara. "Estoy cada vez peor", murmura, agitado, encorvado, excesivamente abrigado. "¿Qué te duele?", le pregunto al oído; "no es cuestión de dolor", me contesta. Si alguien me viera sonreír cuando lo acomodo en su sillón, diría que soy desalmada, que tendría que reaccionar. Abrazarlo, asegurarle ¿que lo necesito?
Le serví dos copas; dobles. Cuando me pidió que le prometiera que llegado el momento lo ayudaría no le pregunté cómo. "¿Entiendes? ¿Me entiendes?" Sí, afirmé; asentí con la cabeza; sonreí. "Cuando alcances mi edad te darás cuenta de que suceden ciertas cosas. Yo no quiero sufrir. ¿Para qué?" Antes, le gustaban los días de sol. Al acercarse el principio de año repetía una especie de exhortación: "Que entre como león y salga como borrego". ¿Que nos sea leve? ¿Que ruja, pero mansamente? ¿Que atemorice, pero sin querer? ¿El año, la primavera, la vida?
Freud tuvo que valerse de un mecanismo de metal que hacía las veces de quijada para hablar y darse a entender. Le molestaba que los demás se dieran cuenta de que ya sólo así podía hacerse entender. "Si existe un médico con una pizca de decencia --me dice mi padre-- tendrá que admitir que no hay nada más que hacer". ¿Qué te duele? No es cuestión de dolor. "Setenta años me han enseñado a aceptar la vida con humildad alegre", decía Freud. El pesimismo es la otra cara del optimismo. Si liberas el deseo de vivir liberas el deseo de morir. Todos queremos descansar. ¿Todos tenemos derecho? ¿El mismo derecho? ¿Somos iguales?
Liberar es un término ambiguo. La primaria a la que asistí tenía un lema que lo incluía: la verdad te hará libre. Saber en qué consistía la verdad era fácil; se refería a lo que no era mentira. Si mentías no eras libre. ¿Si decías la verdad sí? ¿Y si no sabías? ¿O si no podías decir la verdad? "No me haga aparecer como pesimista", pidió Freud a Viereck; "soy tolerablemente feliz, entre otras razones porque agradezco la ausencia de dolor". No es cuestión de dolor. No entiendo bien de qué se trata. "Con el deseo de vivir lo vivo combina un deseo de su propio aniquilamiento", explica Freud. Que entre como león y salga como borrego.
A la siguiente sesión, el paciente llega agitado. ¿Qué pasa? "Mi padre ha muerto", notifica al psicoanalista, que se abraza a sí mismo para detener el temblor que lo sacudió. "La muerte da frío", pronuncia. ¿Qué va a decir? ¿La verdad? ¿Existe en algún catálogo la Interpretación de la vida?.