Letra S, 7 de junio de 1997
Es que a veces nos gusta que nos estén reprimiendo, que estemos con una chava y estemos haciendo esto y lo otro y la chava nos esté diciendo `estáte quieto, no hagas eso', y nosotros felices.1
Este breve relato de un hombre de 16 años nos sitúa en los escenarios cotidianos en los que muchos jóvenes y adultos (mujeres y hombres) realizan los intercambios amorosos y las ideas y creencias predominantes bajo las cuales los entablan. Ilustra normas y premisas relativas a la cultura en la que los hombres y las mujeres nos hemos desarrollado y que imponen un estilo a los intercambios de carácter sexual. Asimismo, expresa contradicciones en las demandas amorosas, no siempre reconocidas por los individuos y que aparentan formas de connivencia o complicidad entre los hombres y las mujeres.
Este testimonio, leído o escuchado al paso, puede sernos familiar y conocido. Puede parecernos natural y común y por tanto innecesario de analizar. ¿Quiénes de nosotras no hemos escuchado por boca de algunos hombres que probar la resistencia femenina a sus avances sexuales es probar la integridad moral de las mujeres? ¿O la calificación de incompetencia y debilidad dada por algunas mujeres a varones que no muestran un claro dominio en el ejercicio de la heterosexualidad?
Pero para desentrañar los significados presentes en estos comentarios sobre las diferencias entre los géneros y su relación con el orden que rige el campo de la heterosexualidad, es necesario hacer algunas apreciaciones.
La desigualdad genérica
Ser hombre o mujer no nos está dado por el hecho de haber nacido con un cuerpo de hombre o de mujer. La combinatoria genética ciertamente circunstancial no conlleva de manera natural las formas en que los hombres y las mujeres se comportan o las acciones que realizan y aparecen como consustanciales a su universo sexuado. El camino para constituirse en hombres o mujeres requiere de otros elementos además de los biológicos. Es un largo proceso de construcción, en el que toman parte asuntos históricos y culturales de larga duración que perviven a lo largo de varias generaciones. Como ya lo había apuntado Simone de Beauvoir hace más de 40 años: las mujeres (y los hombres también) no nacen, sino que se hacen2. Sus diferencias no se sostienen, como se nos ha pretendido hacer creer en ``esencias'' masculinas y femeninas que nos determinan como tales y que son producto de la naturaleza biológica. Es decir, que al hablar de las diferencias de género nos situamos en otro lugar más complejo que el sexo biológico y aludimos a un campo extenso de significados, creencias, prácticas, discursos, atributos y connotaciones que se han construido culturalmente en torno a estas diferencias anatómicas femeninas y masculinas.
Pero pensemos un poco más sobre el carácter de estas diferencias que tramadas con el orden de la cultura se han transformado en desigualdades. Ser hombres o mujeres en nuestro contexto socio-histórico de cultura judeocristiana así como pensar y practicar la sexualidad, responde a mundos y percepciones radicalmente distintos y sumamente desbalanceados y desiguales. Tanto el ámbito del género --entendido como las formas culturales que dan un sentido y organización a las diferencias anatómicas entre hombres y mujeres-- como la sexualidad --identificada con las posibilidades y maneras diversas en que el deseo y el placer se expresan en los cuerpos-- están cruzados por un sistema de relaciones de poder que ha privilegiado el mundo de los hombres en contraste con el de las mujeres.
A decir de Bourdieu3, la acumulación de saberes y conocimientos que se sintetiza en un estatus de prestigio ha estado del lado de los hombres y ha sido una de las estrategias más poderosas para mantener un orden de desigualdad en la cultura del género que se desliza y trama con distintas esferas de la vida cotidiana. Al igual que la sexualidad el mundo laboral, educativo, jurídico y económico están organizados de manera desigual para los hombres y las mujeres. Mientras los códigos sexuales tradicionales autorizan y alientan a los hombres a operar con una doble moral en la esfera conyugal, la misma transgresión acarrea consecuencias muchas veces dramáticas para las mujeres y su descendencia.
Ahora bien, la fuerza con que se repiten y reiteran las prácticas y códigos desiguales para hombres y mujeres, y los riesgos que corren muchas mujeres en los intentos de emancipación sexual, ha obligado a que muchas de ellas admitan el dominio masculino en esta esfera de la vida. La aceptación de que sean ellos los que decidan cuándo y cómo tener relaciones sexuales o la anuencia a que ellos decidan las condiciones de seguridad respecto al embarazo o al riesgo de contagio de enfermedades de transmisión sexual, está vinculada a la disparidad de condiciones en las que las mujeres han tenido menos opciones para actuar. Los modos como hombres y mujeres se inician sexualmente, las manifestaciones del deseo, el manejo del cuerpo y la expresión del placer, son dimensiones fuertemente reguladas y controladas bajo formas de racionalidad masculina. Es decir, que lo que podría verse a primera instancia como una colusión entre hombres y mujeres que llevaría aparejado beneficios para ambos géneros, es llanamente una correlación de fuerzas inequitativa en la que la resistencia por parte de las mujeres en el campo de la sexualidad es todavía escasa.
Exigencias y despojos
A través de la heterosexualidad codificada por la institución matrimonial monogámica, se ha regulado de manera eficaz la reproducción biológica y social; se ha legitimado la descendencia producto de la procreación y se han organizado las formas de parentesco y linealidad familiar. Asimismo, estas instituciones reguladas por el orden religioso y jurídico son las que han coadyuvado de manera óptima a producir un efecto de naturalización respecto a la desigualdad entre los hombres y las mujeres en las que las primeras han padecido fuertes despojos y los segundos grandes exigencias.
Desde la lógica reproductiva, la heterosexualidad es el acto de intercambio fundamental en el que la sexualidad se concreta. Es el coito con penetración la acción que, por asegurar la reproducción, se constituye en la única forma natural y esperada del intercambio sexual. A pesar de que quien penetra y quien es penetrada responde prioritariamente a un asunto de anatomía, lo cierto es que las ideas de activo y pasivo con lo que tales actos se asocian adquieren un significado desigual y sitúan a la sexualidad femenina y masculina como polos opuestos.
En la heterosexualidad tradicional el par activo de la relación es quién induce, inicia y domina la actividad modelando las acciones de quien es el par pasivo. El primero elige y dispone las condiciones y prácticas de la relación coital. Pero como bien dice el dicho popular, en el pecado se lleva la penitencia y lo que es dominio y ejercicio de poder por parte de los hombres se torna exigencia y control para ellos mismos. No pueden defraudar las expectativas, creencias y fantasías generadas por la cultura de su propio género que ha construido una serie de atributos y condiciones para responder como un hombre ``de verdad''. Asimismo tienen la obligación de hacer un buen papel sexual frente a la mujer para demostrar su competencia y habilidades como amante y la responsabilidad de inducirla e iniciarla en el campo sexual y amoroso. La erección y potencia sexual sostenida sin menoscabo, el cumplimiento a la demanda de satisfacción de la mujer, o la respuesta inmediata e incondicional a la seducción femenina, son algunos de los imperativos masculinos que organizan la manera de ser hombres socialmente aceptables. Dentro de esta visión es comprensible la perseverancia con la que algunos jóvenes y adultos insisten en demostrarle a las mujeres y a otros hombres su aparente poderío sexual.
Por otra parte, la pasividad, atribuida a la mujer, ha perdido su significado de espera como una cualidad que implica paciencia y un estado de alerta frente a lo que pueda ocurrir (no se olvide que la creatividad requiere buena parte de ambos). La pasividad se ha asociado prioritariamente con un sentido de ineptitud e incapacidad que da como resultado la dependencia femenina y, por tanto, refuerza la obligación de obediencia al mundo de los hombres. Es así que en el orden de la sexualidad, la mujer debe acatar las disposiciones y formas masculinas de cumplir con el coito, de satisfacer sus deseos y hasta de sentir o no el placer. Para ser elegida como la buena mujer con quien el hombre establecerá su vida en familia, las mujeres deberán acatar los ordenamientos de los hombres y ajustarse al modelo femenino de eficiencia doméstica y decoro sexual.
Así, todavía a finales de este siglo muchas jóvenes y adultas deben acotar sus deseos y silenciar sus placeres. Deben reforzar su infranqueable resistencia ante las iniciativas sexuales masculinas y mostrar su supuesta decencia y moralidad para ser tomadas en cuenta como futuras jefas de familia y madres respetables.
La serie de estrategias y procedimientos culturales como los aquí descritos van configurando las conductas, las acciones, las prácticas y las percepciones que los hombres y mujeres vamos construyendo como sujetos sexuales. Será necesario ejercitar el diálogo permanente entre unas y otros para desarmar las condiciones prevalecientes, y que a pesar de que han coartado en mayor medida las opciones de las mujeres, también han controlado el quehacer y los afectos de los hombres.
Profesoras investigadoras en el Departamento de Educación y
Comunicación de la UAM-X.
1 Testimonio de un joven de 16 años
producto de la investigación ``Mitos y dilemas de los jóvenes en
tiempos del sida'', elaborada por Rodríguez, Amuchástegui, Rivas y
Bronfman. En: Bronfman, Amuchástegui, Minello, Martina, Rivas y
Rodríguez. 1995. Sida en México: Migración, adolescencia y
género. Información Profesional Especializada. México.
2
De Beauvoir, S. 1962. El segundo sexo. Siglo XX. Buenos
Aires.
3 Bourdieu, P. 1985. ¿Qué significa hablar?
Akal. España.