Por mera coincidencia se representan en sendos escenarios dos obras muy diferentes entre sí que tratan del abandono materno y sus secuelas; una desde el punto de vista de la madre, la otra con la visión del hijo. Mientras el texto del escritor japonés Hisashi Inoue toca una serie de factores sociológicos del Japón contemporáneo, la primera obra del mexicano Carlos Haro se basa en la interioridad de unos personajes con poco sustento real y que podrían habitar cualquier parte del mundo.
Maquillaje se estrena en el marco celebratorio del primer siglo de inmigración japonesa (inmigración, por otra parte, de hombres y mujeres laboriosos y honorables que sufrieron mucha injusticia por parte de nosotros durante la Segunda Guerra Mundial, herida felizmente restañada) y nos permite conocer no sólo a un autor importante en su país, sino alguna forma del nuevo teatro de posguerra. En entrevista con Carlos Paul (La Jornada, 26/V/97), la actriz Angélica Aragón, alma del proyecto, explica que el Taishu Engeki es un teatro de variedades, lo que no se percibe en la representación; posiblemente tenga un lejano antecedente en el Kyogen del siglo XV, especie de entremeses fársicos que se intercalaban en las rigurosas y cultas escenificaciones del teatro No. Sea como fuere, es una nueva forma de teatro popular hecha para mantener las tradiciones ante la invasión del también teatro de posguerra Shimpa, que trata temas contemporáneos de manera realista y al que se desdeña en esta obra. Los actores de Taishu Engeki son aquellos que ya no tienen cabida en la rígida estructura jerárquica y familiar del Kabuki, el gran teatro popular de Japón.
El melodrama es un género muy popular en todas partes del mundo, por lo que el dramaturgo lo utiliza deliberadamente para enlazar la representación tradicional hecha por Yoko Satsuki lo vivido por ella, historias semejantes de abandono por necesidad, reconocimiento final por los hijos triunfadores y perdón.
El director estadunidense Wendel Cordtz juega con los espacios de la obra para aproximarlos a las dos vertientes de la obra. Lo real vivido se desarrolla en un camerino --diseñado a base de biombos de seda por Jan Hendrix en recuerdo de lo tradicional japonés--; la actriz y empresaria se dirige hacia sus supuestos ayudantes, a un reportero de televisión, siempre en ese camerino en que se prepara para actuar. Angélica Aragón, a pesar de las tonalidades japonesas que en todo momento da a su español, en esos momentos ofrece una interpretación realista, con muchos matices de vivacidad, energía y melancólica añoranza. Cuando la misma Yoko Satsuki interpreta a alguno de los muchos personajes de la obra, lo mismo mima --en juego de sombras junto a la Khage-- sobre los biombos ahora traslúcidos. Pero también interpreta, de cara al público y las más de las veces, a estos personajes en la pasarela semejante a la del teatro Kabuki, diseñada por Tomoni Kamati, con el apoyo de la sombra. Se rompe así con cualquier convención realista para producir ese efecto de abstracción del teatro japonés; la actriz entonces toma muchos de los gestos y actitudes de todo el gran teatro tradicional de ese país, muy alejado de la tradición occidental.
En otro ámbito, Una cita con la muerte resulta también una historia de abandono y añoranza, pero con seres que son más producto de un pasado familiar, casi sombras (excepto el padre y la madrastra) que personas de carne y hueso con un presente definido. A pesar de que la obra se aleja del melodrama porque tiene una serie de pulsiones íntimas, la falta de sustento de personajes, sobre todo el hijo protagónico, le resta fuerza y calidad.
Miguel Flores dirige con buen trazo, pero se le pueden hacer varios reproches. El primero, mezclar a actores muy hechos como Olga Martha Dávila y Mario Ficachi con otros de menor experiencia que no logran crear tensión. Después se podría hablar de esa mecedora en primer plano que resta visibilidad al público en no pocas ocasiones; o el reflejo de los reflectores que echa a perder el efecto del ventanal por donde asoma el mar. Pero aún, el fantasma-recuerdo de la madre indigna viste como flapper de los veinte, con lo que, y estirando mucho, tendría edad para ser abuela de sus hijos, hombres jóvenes contemporáneos. Y otro más, para finalizar: el padre talla con espátula una estatua de material duro, que desde las butacas parece algo muy cercano al bronce.