Esta vez no se trata de tomar por asalto y demoler La Bastilla. Así lo entienden los renovados dirigentes del Partido Socialista Francés, y por eso se abstuvieron de festejar el triunfo en el sitio tradicional de sus celebraciones, la rotonda parisina construida sobre los cimientos de la desaparecida prisión y fortaleza monárquica. La tarea consiste, más bien, en lograr que el mercado acepte incorporar al 12 por ciento de franceses desempleados, en recuperar las estructuras del Estado de bienestar, gravemente lesionadas por dos gobiernos --el de Chirac bajo la presidencia de Mitterand y el de Juppé bajo la presidencia de Chirac-- que se dejaron seducir por las recetas neoliberales, y en recomponer los términos de Maastricht sin provocar el descarrilamiento de la Europa unida.
Para lograrlo, Lionel Jospin debe evitar a toda costa la polarización de los ánimos partidarios y apoyarse en herencias que recorren, de manera subterránea, el mapa político francés: el Estado de bienestar, esbozado por el Frente Popular en 1936, fue llevado a la práctica por Charles de Gaulle y los otros gobernantes de derecha de la posguerra; la plena inserción de Francia en el mercado global fue obra del socialista Mitterrand.
Jospin no puede asustar a las inversiones, pero tampoco dar la espalda a los vastos descontentos sociales a los cuales debe, en buena medida, su llegada a Matignon. Tampoco puede asumir actitudes implacables contra la gran derrotada del domingo, una derecha civilizada que representa a un hemisferio de la sociedad francesa --así es la vida--, so pena de fortalecer a la derecha salvaje y filonazi del Frente Nacional.
Una acotación adicional al triunfo de los socialistas franceses es que el voto a la izquierda no es monopolio de la sigla PSF, y que en consecuencia deberán dar cabida en el gobierno a comunistas, ecologistas, independientes de izquierda y otras organizaciones menores. La pluralidad es condición para la conformación del nuevo gobierno, y un dato relevante de ella es la relevancia que las mujeres y los jóvenes han adquirido en las campañas y en los asuntos públicos.
Además habrá que tomar en cuenta al presidente de la República, quien ya se encargó de desmentir cualquier duda sobre su permanencia en el cargo. Por fortuna, las reglas de la cohabitación fueron fijadas hace más de una década por el propio Chirac y el finado Mitterrand: ``el Presidente preside y el gobierno gobierna'', lo cual quiere decir, poco más o menos, que la Defensa, la Política Exterior y las decisiones de disolver la Asamblea Nacional se las reserva el ocupante de El Eliseo.
La llegada de Jospin y de una nueva generación de socialistas franceses al gobierno de Francia es, a pesar de todo, una ventana a la esperanza, y no sólo para los franceses: en los timones del proceso de Maastricht están ahora los italianos de El Olivo, los laboristas ingleses, los socialistas portugueses y griegos y los representantes alemanes de una derecha capitalista que nunca comulgó con los preceptos arrasadores de Thatcher y de Reagan; tal vez por esas presencias, los europeos se dan cuenta ahora que la construcción de un país supranacional no es un asunto principalmente ``monetario'' y que el énfasis en la conformación de la nueva Europa no debe ser el euro, sino los seres humanos.
Por ahora, la economía de mercado es una Bastilla que no puede ser demolida por decreto. Queda, entonces, la perspectiva de remodelarla para que deje de ser una cárcel lóbrega y opresiva--como lo es hoy--, convertirla en un edificio mínimamente habitable, que dé cabida a todos, abrirle ventanas y puertas amplias y libres para entrar y salir y reforzar su estructura inestable y azarosa para evitar la posibilidad de que le caiga encima a sus ocupantes, como ha ocurrido en muchas ocasiones.
Ojalá que Jospin sea capaz de obrar el prodigio. Sería una noticia formidable para todos, mucho más que la de su triunfo electoral.