La victoria electoral de los socialistas franceses sugiere algunas observaciones acerca de los grados de autonomía de la política económica y del significado de la cohabitación de gobierno entre fuerzas políticas de signo opuesto. Comencemos con el primer aspecto.
Por su peso en Europa, Francia no puede permitirse el lujo de quedar afuera de la moneda única. Y sin embargo el respetar los parametros de Maastricht le está resultando una tarea difícil y dolorosa. El año pasado el déficit fiscal del país fue de 4.2 por ciento y este año deberá necesariamente reducirse en los límites del 3 por ciento. Una tarea ardua considerando que el país está viajando en la actualidad con su peor tasa de desempleo en décadas, 12.8 por ciento. El programa de austeridad inaugurado en 1995 por el ex primer ministro, Alain Juppé, podrá ser discutido pero es evidente que el nuevo primer ministro Lionel Jospin no podrá seguir una línea de gasto alegre. Sobre todo considerando que Francia ya se encuentra entre los países con mayor presión fiscal del mundo: 46 por ciento del Producto Interno Bruto.
He ahí uno de los signos de nuestro tiempo: los vínculos impuestos por las experiencias de regionalización obligan los gobiernos a disciplinas que trascienden su color político. Esta pauta es especialmente estricta en el caso europeo, pero, en realidad, existe, como necesidad, para cualquier país del mundo. La globalización es una corriente mundial que puede castigar severamente a los países que pretendan aislarse de un contexto internacional cambiante y competitivo. Si a escala mundial alguien está descubriendo el fuego, la agricultura o la máquina de vapor, los demás no pueden sino seguir la corriente dominante. Los socialistas franceses son demasiado responsables para no entender que si, por alguna acentuación inoportuna, el país quedara afuera de la construcción europea no tendría futuro. Moraleja: a márgenes de acción más estrechos corresponde la necesidad de mayor sabiduría y mayor imaginación. Por lo inmediato, para los socialistas franceses se plantea un reto cargado de riesgos: ¿cómo evitar aumentos de impuestos, reducir el déficit fiscal y crear los 350 mil puestos de trabajo prometidos para los próximos dos años? Hic Rhodus..., decían los antiguos.
El otro tema que surge de la victoria socialista en Francia es el de la convivencia de gobierno entre fuerzas políticas de signo opuesto. Recordemos que la democracia, desde siempre, y la economía muy a menudo, funcionan mejor sobre la base de la ``ley'' del contrapeso. El uso exclusivo del poder hace daños a todos, a Estados y sociedades. En la ingeniería constitucional estadunidense el presidente tiene que enfrentarse a un Congreso poderoso; en la ingeniería de la V República francesa un presidente puede cohabitar con un primer ministro de otro partido. Es obvio que la convivencia no es fácil, pero la excesiva concentración del poder tiende a crear enfermedades crónicas, tanto en política como en economía. Pero, para que la cohabitación sea fructífera --aunque sus resultados concretos no sean nunca predecibles-- es necesario que izquierda y derecha renuncien tanto a un populismo sin responsabilidades globales como a tentaciones autoritarias proyectadas a convertir a las sociedades en dóciles instrumentos del poder.
Hay que asumir, y los acontecimientos franceses de la actualidad obligan a hacerlo, la existencia de un doble vínculo a la acción de cualquier partido de gobierno: globalización y democracia. Y obviamente las izquierdas al gobierno --en Italia, en Inglaterra y, ahora, en Francia-- se mueven en estos espacios. No hay otro camino, aunque sea necesario reconocer que los dos vínculos mencionados están lejos de ser claves seguras de éxitos económicos o sociales. Lo necesario no será suficiente, pero es ineludible. Para la Francia de Chirac-Jospin se trata ahora de sondear los espacios de lo socialmente deseable en los límites de la imprescindible construcción europea.