Aunque los reflectores y la mayor atención ciudadana están dirigidos a los comicios locales en las entidades donde los habrá este año, primordialmente el Distrito Federal, las elecciones de mayor trascendencia son en realidad las de diputados, porque es en el Poder Legislativo donde puede comenzar a darse --o acelerarse, si se prefiere-- la transición democrática de México.
Dicho sea esto, naturalmente, sin pretender restarle la obvia importancia que tiene el determinar si en el DF se escoge a Cuauhtémoc Cárdenas, Carlos Castillo Peraza o Alfredo del Mazo, o si en Campeche triunfa Layda Sansores o José Antonio González Curi, o si en Nuevo León gana José Natividad González Parás o Fernando Canales Clariond.
Ahora bien, el presidente Ernesto Zedillo, metido a líder del PRI, y el dirigente formal de este partido, Humberto Roque Villanueva, han afirmado expresa o implícitamente, por un lado, que el programa económico vigente no podrá continuarse si la oposición triunfa en la Cámara (y hubo quienes hallaron en este argumento un motivo más para votar contra el PRI) y, por otro lado, que puede sobrevenir un desastre si ello ocurre. Es decir, la búsqueda descarada del voto del miedo. ``El PRI o el diluvio'', parece ser el mensaje.
Con mayor nitidez que nunca, el argumento del miedo, que tan efectivo fue en 1994 y le llevó carretadas de votos a Ernesto Zedillo, no tiene sustento.
Ese año, el actual mandatario se alzó con la victoria de una manera contundente, y no obstante, la crisis golpeó inmisericorde a la sociedad.
Dicho de otro modo, una victoria priísta en los comicios legislativos no es ningún seguro contra la crisis y sólo garantiza la continuación de un programa propuesto por el gobierno como la única opción viable para lograr la recuperación económica, pero cuyos efectos, a dos años y medio de iniciada la crisis, aún no llega --como el propio Zedillo ha reconocido-- a las mesas y los bolsillos de los trabajadores.
Entonces, una Cámara de Diputados en poder de la oposición o una futura presidencia en manos opositoras no pondrían al país en la ruta del desastre, a menos, claro, que la inconsciencia y la irreflexión predominasen tanto en el Poder Ejecutivo como en el Legislativo y sobreviniera una etapa de indeseable y permanente confrontación que condujera a la ingobernabilidad. En Latinoamérica no es extraña la pertenencia de presidente y legislatura (o una parte de ésta si es un sistema bicameral) a partidos distintos. En el estudio introductorio del libro Poder Legislativo. Gobiernos divididos en la Federación mexicana, publicado el domingo 25 de mayo en el suplemento Enfoque del diario Reforma, Alonso Lujambio apunta:
``Para América Latina, el dato disponible es que de 101 elecciones legislativas democráticas registradas entre 1958 y 1994 en nueve grandes países del continente (Brasil, Argentina, Chile, Colombia, Venezuela, Uruguay, Perú, Bolivia, Ecuador), la frecuencia de los gobiernos divididos fue de 59 por ciento contra 41 por ciento de gobiernos de un solo partido''.
En México, aunque sólo en el plano estatal, la experiencia de gobiernos divididos, como los llama Lujambio, se ha dado en ocho estados y ``no han producido la tan temida ingobernabilidad'', si bien el éxito de este tipo de cohabitación política es resultado de ``un proceso, de un conjunto de eventos, de decisiones, de estrategias, esto es, de una concatenación contingente de acciones'' y, por supuesto, tal éxito depende de la voluntad y sensibilidad de los actores.
En un escenario donde está presente la posibilidad de que el partido de Estado pierda el gobierno de la capital de la República y la mayoría en la Cámara de Diputados --el Senado continuará con predominio priísta--, la habilidad para conjugar el verbo cohabitar puede ser, muy pronto, determinante para una tersa transición democrática.
La pérdida del control priísta de la Cámara, por otra parte, parece ser la única posibilidad de comenzar a darle concreción a uno de nuestros mitos políticos: la largamente anhelada división de poderes.