Siendo la pieza principal del sistema político mexicano, la figura del Presidente de la República es protegida con esmero por instancias explícitas e implícitas. Entre las primeras está el tejido de seguridad que lo mantiene físicamente a salvo de las contingencias que pudieran desbordarse de manera natural y genuina en determinadas circunstancias, y del riesgo que el gobernante y su familia corren al enfrentarse a factores de poder altamente peligrosos como, por citar sólo uno, el de la delincuencia organizada y específicamente el del narcotráfico. Tanta es la importancia que nuestro sistema asigna a su piedra angular, que ha entregado la custodia especialmente a un cuerpo militar de élite llamado Guardia Presidencial y a un Estado Mayor Presidencial.
Entre las otras instancias protectoras están las implícitas que asumen los medios de comunicación al ``cuidar'' esa imagen y ponerla a salvo del desgastante trato que la cotidianidad asesta al resto de las figuras públicas. Ciertamente el desarrollo político mexicano ha ido acotando el espacio presidencial de resguardo obligado, y una simple revisión de las publicaciones de los años recientes nos muestran desmitificaciones y críticas que antaño hubieran sido tomadas como herejías y ahora simplemente se entienden como signos de los cambiantes tiempos que corren.
En ese contexto es entendible el cuidado que se tuvo la semana pasada para no magnificar ni darle connotaciones específicas al accidente que sufrió el autobús que transportaba al presidente Ernesto Zedillo y al gobernador Francisco Barrio Terrazas durante la visita del primero a la tierra del segundo. En un ambiente tan volátil como el que se vive a un mes de las elecciones integralmente más competidas de la historia reciente del país, con signos y presiones económicas preocupantes, y bajo la lupa de factores externos, particularmente el estadunidense, resultaría desproporcionado y acaso irresponsable generar expectativas graves a partir de un hecho evidentemente menor aunque significativo.
Resulta que por razones confusas --unas señoras se atravesaron imprudentemente, habría sido la causa-- el autobús que transportaba al presidente Zedillo y a sus acompañantes debió frenar y contra él fue a dar lateralmente el vehículo que iba inmediatamente atrás con periodistas a bordo.
Un incidente menor, cierto, pero significativo, por cuanto mostró un flanco indeseable para los mexicanos, el de la eventual inseguridad de la pieza central de nuestro sistema político. Es decir, las fallas de los sistemas de seguridad presidencial que habían acostumbrado a los mexicanos a un funcionamiento casi perfecto, con marcialidad y precisión impecables pero que mostraron su vulnerabilidad justamente en otra gira en la que el personaje principal viajaba por el norte, en un estado fuertemente infiltrado por el narcotráfico y gobernado por un panista, y en vísperas del arribo a su tierra natal.
El difícil momento político y económico que vive la nación obliga a todos a aportar la mayor dosis de serenidad y cuidado en el cumplimiento de las responsabilidades propias. Quienes cuidan al Presidente deben esmerarse en ese cumplimiento para no permitir circunstancias que, menores ciertamente, pueden generar preocupaciones o interpretaciones innecesarias.
Los gastos de campaña
A diferencia del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (Triel), que sujeta sus decisiones sólo al riguroso marco legal vigente, los integrantes del Instituto Federal Electoral (IFE) necesitan, además de la referencia jurídica, sopesar los términos en que la realidad presiona, condiciona o desvía la voluntad de realizar comicios limpios, creíbles y aceptables.
En ese sentido cobra especial importancia el esfuerzo hecho por los consejeros electorales para sancionar el incumplimiento de tres partidos, pero sobre todo del Revolucionario Institucional, en la comprobación satisfactoria de la manera como gastaron los recursos públicos que les fueron asignados durante 1996.
Casi cinco millones y medio de pesos de multa al PRI por no comprobar satisfactoriamente el gasto de poco más de 19 millones de pesos, parece anunciar una saludable disposición del IFE a la verdadera fiscalización del uso que a los dineros públicos dan los partidos y, sobre todo, el mayoritario tanto en resultados electorales como en asignación de recursos.
La puntillosa reacción priísta, alegando retroactividad en la aplicación de una norma, y aduciendo parcialidad y mala fe de los consejeros electorales en los que adivina un antipriísmo obcecado, muestran justamente la importancia del tema.
Al tocar levemente el nervio central de la estructura priísta, el de los dineros públicos, los consejeros electorales han generado la reacción electrizada de una tradición política que ha fundado su hegemonía en la manipulación de obras y servicios gubernamentales, en el uso de la estructura oficial como mecanismo de chantaje y persuasión votante, en el pago sin límite de las cuadrillas de ingenieros, técnicos y obreros de la defraudación electoral, y en el escamoteo legaloide de cualquier información confiable respecto del uso de los dineros públicos recibidos unos de manera pública y otros de manera clandestina.
Hoy mismo, en el curso del proceso electoral más vigilado de la historia mexicana reciente, hay indicios diversos que muestran la sobrevivencia activa de esa tendencia manipuladora y distorsionadora de la voluntad ciudadana. Según denuncias de los partidos mayoritarios de oposición, Acción Nacional y de la Revolución Democrática, hay aplicación proselitista de fondos públicos y presencia de preocupantes brigadas electorales priístas. En Campeche, por citar un ejemplo, se denunció el uso de presuntos medicamentos oficiales en la campaña del candidato priísta a la gubernatura, Antonio González Curi, a quien además acusan sus opositores perredista, Layda Sansores, y panista, Miguel Angel Montejo, de haber rebasado sobradamente el tope de gastos de campaña que la ley establece. Un ejemplo de cómo las evidencias públicas se extravían y son derrotadas en los senderos legalistas es el de Tabasco, donde las pruebas del enorme gasto hecho en la campaña de Roberto Madrazo jamás pudieron obtener el rango de verdad jurídica. En Quintana Roo y en Sinaloa, por lo demás, se han vivido recientemente las embestidas del aparato tradicionalmente controlador de las elecciones contra los débiles intentos ciudadanizadores.
De cara a esa realidad, las pretensiones priístas de solicitar juicio político contra los consejeros electorales abrirían un flanco de incredulidad altamente dañino para el proceso electoral en curso, pues mostraría que los recovecos legaloides y las artimañas de picapleitos estarían por encima de los intentos de cambiar la realidad política que, por décadas, hemos conocido.
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