La Jornada 1 de junio de 1997

MAR DE HISTORIA Ť Cristina Pacheco
Acido y dulce

No fue fácil convencer a Ismael de que aceptara mudarse con nosotras. Lo conseguimos a fuerza de recordarle que, en tiempos de tanta inseguridad, es peligroso que dos mujeres estén solas. Cuando Genoveva y yo se lo dijimos a nuestro hermano, él recobró algo del interés por vivir que perdió a la muerte de Margarita, ocurrida enmedio de la charla que los dos acostumbraban tener al final de la cena.

Antes de hundirse en el mutismo del que por fortuna lo rescatamos, Ismael nos describió el cuadro: ``Como todas las noches, me levanté para hacerle su limonada a Margarita. Ella siempre decía que sólo yo era capaz de mezclar las proporciones exactas de ácido y dulce. Desde la cocina seguí hablándole de un proyecto de viaje que me daba vueltas. No hizo comentario alguno, pero alcancé a verla acodarse en la mesa y apoyar la frente en su mano. Cuando regresé y le acerqué la limonada, Margarita no reaccionó; sus ojos seguían abiertos, mirando hacia la noche que para ella fue eterna''.

Después de que enterramos a Margarita, acompañamos a Ismael a su departamento. El vaso de limonada, ya amargo, seguía sobre la mesa. Genoveva y yo vimos a nuestro hermano beberla con desesperación y luego hundirse en el silencio. Al principio no hicimos nada por combatirlo. Entendimos que el mutismo y la inmovilidad en que cayó eran reacciones explicables, ante la temible pérdida que había tomado a Ismael por sorpresa.

Creo que la desolación de Ismael no habría resultado tan terrible si hubiera habido un preámbulo, un indicio que anunciara el fin de Margarita. Ella fue siempre una persona serena, lacónica y discreta; nunca la oímos quejarse por no tener hijos o lamentar las circunstancias de vida a que la condenaba la condición de jubilado de Ismael.

Por la forma en que Margarita murió, se me ocurre que todas sus contrariedades y frustraciones fueron alimentando en su interior, durante muchos años, una especie de vendaval que la arrastró fuera de la vida y condenó a mi hermano a repetir, por el resto de sus días, un largo e incomprensible monólogo en el que se mezclaban perfectas proporciones de ácido y dulce.

II

Genoveva es mucho más práctica y razonable que yo. A los pocos días de estar en el departamento de Ismael, me hizo ver que era imposible seguir varadas en una especie de estación de ferrocarril, mientras Margarita se alejaba. Entonces se le ocurrió que le propusiéramos a Ismael mudarse con nosotras. El dijo que iba a pensarlo. Creo que lo hizo para liberarse de nuestra compañía y recobrar su soledad. Estaba en su derecho y regresamos a nuestra casa donde tenemos el tallercito de costura. Lo remodelamos y redistribuimos los muebles, a fin de tener espacio para recibir a Ismael en caso de que aceptara nuestra invitación.

Al cabo de algunas semanas nuestra propuesta se convirtió en cantinela que le repetíamos a nuestro hermano a todas horas, porque nos dimos cuenta de que el tiempo, lejos de disminuir su pena, le daba expresiones inquietantes. Lo peor era el gemido en que se convertía el monólogo de Ismael y el verlo arrojarse contra la pared, como si quisiera romperse la cabeza, donde le daban vueltas preguntas que jamás tendrían contestación.

Aparte de razonable, Genoveva es mucho más imaginativa. Una noche en que encontramos a Ismael sumido en un abatimiento mayor que el habitual, mi hermana quiso consolarlo diciéndole: ``¿Por qué no piensas simplemente que Margarita se fue? Imagínate que realiza su eterno sueño de viajar y que pronto volverá. Muchas parejas viven así, separándose largas temporadas y reencontrándose''.

Ese consejo cambió la vida de Ismael y a nosotras nos dio valor para soportar una nueva pérdida.

III

Un día antes de que Ismael anunciara su mudanza, Genoveva y yo concentramos nuestras cosas en el clóset y vaciamos el ropero. Allí, ante la observación silenciosa de nuestro huésped, guardamos las pertenencias de Margarita para hacer más creíble, a los ojos de él, que su esposa estaba de viaje y quizá a punto de regresar.

Como vimos que esa ilusión mantenía entusiasmado y vivo a nuestro hermano, aceptamos cuanto pudiera alimentarla. Pronto tuvimos que resignarnos a ver la mesa del comedor tapizada de directorios, mapas, folletos de viaje y guías para turistas, donde Ismael iba señalando la imaginaria ruta de su mujer.

Como un adicto que necesita cada vez mayores dosis, nuestro hermano requirió de otros apoyos para impedir que se desvaneciera la sombra de Margarita. Una tarde llegó con varios relojes. Los ordenó sobre el buró y pasó buen rato llamando al aeropuerto, al servicio de larga distancia internacional y a los diarios para saber la hora exacta en otros países y continentes.

Antes de anoche, todos los tiempos estaban concentrados en el buró de Ismael: una carátula registraba las quince horas de adelanto con que se vive en Hong Kong, otra las once y media que nos separan de Nueva Delhi, la tercera los escasos sesenta minutos con que nos aventajan en Perú y Ecuador; la última indicaba las once de la noche en Río de Janeiro, mientras que Genoveva y yo apenas nos disponíamos a ver la novela de las nueve.

Genoveva, mucho más avispada que yo, observó en silencio todo aquel operativo; en cambio yo le pregunté a Ismael por qué hacía el registro tan minucioso de los tiempos. Mi hermano quería compartir los amaneceres de Margarita, calcular el momento en que ella estuviera en su habitación para leer sus cartas y, sobre todo, ofrecerle por la noche la limonada que era perfecta mezcla de ácido y dulce.

Poco a poco, sin darnos cuenta, Genoveva y yo fuimos entrando en la fantasía de Ismael. Acabamos por encontrar lógico que a las tres de la mañana la casa oliera a limón o que nuestro hermano se apresurara para llevar al correo el sobrecito dirigido a algún hotel de Sidney, Bogotá, Quito o Buenos Aires. Jamás supimos lo que decían las cartas, ni si eran palabras o sílabas incoherentes lo que llenaba las hojas, donde mi hermano dialogó con la muerte hasta el fin de sus días.

El fallecimiento de Ismael nos causó un dolor inmenso. Genoveva, que aparte de todo es mucho más valiente que yo, impidió que cayéramos en la desesperación, activando el mecanismo que prolongó la vida de nuestro hermano: ``Sólo piensa que está de viaje, que pronto volverá y tendrá muchísimas cosas que contarnos.''

En el ropero, junto a las pertenencias de Margarita, guardamos las de Ismael; sobre el buró quedaron sus relojes. Siguen marcando el instante de otras alboradas y otros anocheceres. A veces, para combatir la idea de su ausencia, Genoveva y yo nos sentamos a la mesa --todavía atestada de folletos y mapas-- y escribimos cartas dirigidas a Ismael, que siempre llevan saludos para Margarita. Por sorteo rotulamos los sobres a Hong Kong, Nueva Delhi, Arequipa, Viena, Ecuador...

También procuramos ser puntuales en elaborar una limonada que mezcle proporciones perfectas de lo ácido y lo dulce.