No sorprende demasiado que Estados Unidos, que pretende imponer al mundo una ley nacional (la llamada Helms-Burton), aprobada por motivos también internos, insista ahora por la misma senda y pretenda votar nuevas sanciones aplicables a las empresas de otros países que tengan negocios en Cuba o con Cuba y, por lo tanto, no acaten su diktat. Al fin y el cabo, su violación de los principios jurídicos que norman las relaciones entre las naciones y su combate desleal e ilegal contra el comercio de terceros sólo pueden ser defendidos mediante la reiteración obstinada, hasta casi convertir lo que es antijurídico en hecho consumado, prácticamente en regla consuetudinaria aceptada por impotencia, cansancio, resignación.
Por el contrario, resultan preocupantes las oscilaciones de la Unión Europea ante una política exterior de Estados Unidos que no sólo afecta su soberanía y su independencia, sino que también lesiona los intereses concretos de importantes empresas del Viejo Mundo y que forma parte de una guerra comercial no sólo dirigida contra Cuba sino también contra los capitales europeos.
En efecto, la ley Helms-Burton y los agravantes que el Congreso estadunidense podría agregar a ese texto antijurídico, equivalen a una extensión de las decisiones legislativas de Washington al resto del mundo o sea, a la anulación de la soberanía de éste y a su transformación en provincias (por lo menos legales) del imperio central que legisla y decide en nombre de todos y para todos, contra todos. Además, sienta un precedente inaceptable, porque si Europa aceptase en el caso de Cuba el principio legal sobre el que se basa la pretensión estadunidense, entra en un plano inclinado sin fin que podría vetarle mañana la compra de petróleo iraquí, iraní o ruso o el comercio con China o conducirla a aceptar cualquier otra aberración semejante.
Si el gobierno conservador francés o el gobierno sueco resisten la sumisión apenas enmascarada a las exigencias anticubanas de Washington, las vacilaciones de otros gobiernos europeos y la aceptación de la idea misma de que Cuba no debería gozar del derecho a la autodeterminación, debe ver limitada su soberanía y tiene que ser colocada en una especie de régimen de libertad vigilada, esta vez por la Unión Europea, resulta sumamente peligrosa para los capitales europeos mismos y, por consiguiente, para todo el mundo. En efecto, sólo la pluralidad de intereses y de contrapesos políticos puede garantizar el imperio de la ley en escala internacional y permitir escapar a la voluntad omnímoda y omnipotente de la gran potencia por antonomasia, que intenta legislar sin obstáculo alguno no solamente sobre la vida comercial de sus vasallos formalmente independientes, sino también sobre la vida interna de los mismos, sobre sus problemas en lo que respecta a la seguridad nacional y sobre otros temas que afectan igualmente las soberanías de los pueblos y la independencia de los Estados. Detrás de las leyes estadunidenses vendrían entonces, por lógica natural, los servicios de inteligencia de Estados Unidos para controlar la aplicación de aquéllas y las policías de Washington para sancionar a los eventuales infractores. No es posible, por lo tanto, aceptar ninguna restricción del derecho a la autodeterminación ni a la soberanía nacional de ningún pueblo sin poner en discusión la soberanía propia. La indecisión, en este caso o, peor, la concesión hipócrita, equivale a un rasguño que puede traer aparejado el peligro de una gangrena.