Olga Harmony
Camille

La gran cantidad de estrenos atractivos y la brevedad del espacio con el que necesariamente contamos los colaboradores en los diarios (y que --si eso sirve de disculpa para lo indisculpable-- me obligó a reducir un texto demasiado largo, el del Caballero de Olmedo, tantas veces, que en la última mi sintaxis se vio seriamente torturada, amén de que doy por nombre de Olmedo primero Oviedo y luego Medina), hace que no pueda ocuparme con detalle de todos, por lo que he de elegir lo que me parece más relevante. Así, no me cabe sino lamentar la mala suerte de Víctor Hugo Rascón Banda en sus últimas escenificaciones: La Banca, a pesar del excelente reparto femenino --que por alguna razón no logra su mejor desempeño-- pareciera un montaje de El Barzón.

En cambio, Camille o la escultura de Rodin a nuestros días mereció ser reestrenada --a 13 años de su primera escenificación dirigida entonces por José Caballero para el Teatro de Santa Catarina-- con gran respeto y seriedad en un ámbito tan adecuado, por insólito que parezca, como es el de la exposición de la obra de la propia Camille Claudel en el Palacio de Bellas Artes. No es la primera vez que se utiliza un espacio con obra escultórica para una representación teatral, lo hizo alguna vez Héctor Azar en la exposición de Angela Gurría en el MAM, se ha hecho también en el X' Santa Teresa, pero encuadrar un texto que se basa en la vida y la obra de una artista dentro de la ``escenografía'' propicia de la exposición de esta misma, resulta un doble acierto, aunque el extraordinario texto de Hugo Hiriart vaya mucho más allá de la habitual biografía.

Vale la pena volverse a detener en la propuesta de Hiriart, pues es muy posible que sus actuales espectadores --algunos, incluso, por su juventud-- sean diferentes a los de su estreno, realizado en una época en que se conocía poco en México la figura de Camille Claudel. Se trata de una de esas artistas cuyo destino opaca para el gran público la validez de su obra: su relación con Rodin, la personalidad de su hermano Paul --el muy destacado poeta y dramaturgo católico--, su emancipación de un conservador mundo, como mujer y como --¡escándalo!-- escultora, sus largos años de mutismo en un manicomio. Además, era una bella mujer cuando joven: se dan todos los ingredientes para convertirla en personaje y descuidar su obra, en la actualidad revalorada por quienes conocen de estas cosas. Esperemos que no se llegue a una ``camillomanía'', aunque es difícil evitarlo ante la avalancha de visitantes que ha tenido su exposición.

Hugo Hiriart la utiliza para hablar de otras cosas. Rehuye en cuanto puede lo anecdótico y aprovecha la destrucción de parte de su obra llevada a cabo por la propia Camille, ya demente, para elaborar una reflexión acerca de la escultura contemporánea. En efecto, Hiriart inventa a una Camille que, en su larga reclusión psiquiátrica, sigue haciendo obra, pero esta vez de una manera diferente: al ir perdiendo contacto con el mundo exterior, la artista olvida la relación con el ser humano --se piensa que apenas ve como hombre al psiquiatra, doctor Charponel-- y busca la esencia de las cosas, como algo abstracto, como las piezas que desde entonces elabora dentro del arte conceptual. De esa manera, la mujer que de joven se adelantó a otras jóvenes de su tiempo al convivir con Rodin fuera del matrimonio y, sobre todo, al elegir la escultura como medio de expresión, ya vieja y aislada se anticipa --o por lo menos es contemporánea de las primeras manifestaciones-- del arte abstracto, y desde luego, de las instalaciones. Recuerdo que en la escenificación anterior se presentaba a Camille Claudel elaborando algún móvil dentro de lo que podría ser su terapia ocupacional. Ahora esto es todavía más simple: recurre a una madeja de estambre que va atando a varios objetos (en realidad esculturas de la exposición) en búsqueda del diseño perfecto, o elabora --junto a su yo joven que coincide en esa escena con ella-- una instalación con diferentes piedras. Dice, en un momento dado, que contará su historia a la manera de Rodin, es decir, de forma ``retorcida y melodramática'', con lo que creo se resume la propuesta del autor.

Resulta injusto comparar la escenificación primera con esta otra; me gustaron ambas, necesariamente muy diferentes. Antonio Castro utiliza de muy buena manera el espacio que se le concedió, el fondo convertido en el atellier de Rodin, y permite a sus actores deambular entre las esculturas (incluso se aprovecha el busto de Claudel), excepto al propio Rodin. No tengo espacio para mencionar a cada uno de los buenos actores del reparto, ni los excelentes apoyos que Castro tuvo para esta muy interesante representación.