Ugo Pipitone
Inglaterra y Brasil

A veces, por asonancias de orígenes no siempre claros, se fijan en la cabeza relaciones anómalas. ¿Qué tienen que ver entre sí Inglaterra y Brasil, Tony Blair y Fernando Henrique Cardoso? Veamos. En ambos casos, políticos de origen progresista se encuentran para conducir políticas muy cautelosas que eviten peligrosos desajustes en equilibrios macroeconómicos frágiles. Que ambos políticos sean extraños a la utopía es obvio. Aquello que aún no lo es, es si encarnan alguna propuesta viable de mejora de la calidad de vida de las mayorías de sus pueblos.

La dos economías --de Inglaterra y de Brasil-- se encuentran actualmente en crecimiento y en ambas el control de la inflación es problema serio. Lo que llevará Blair a aumentar tasas de interés (o impuestos) y conduce Cardoso a conservar una peligrosa sobrevaluación cambiaria. En Inglaterra la inflación viaja alrededor de un 2.7 por ciento, en Brasil alrededor de un 10 por ciento. En el primer país, se trata de una tasa elevada vistos los requerimientos de Maastricht. Deploremos el perverso destino de los laboristas que regresan al poder después de 18 años justo en un momento en que la inflación debe ser puesta bajo control, prácticamente a toda costa.

En Brasil un 10 por ciento es tasa tolerable; el problema consiste en el peligro de decisiones descuidadas que podrían alterar una variable obviamente estratégica, vista la historia del país. Lo cual implicaría detener un crecimiento apenas comenzado y volver a crear una situación políticamente inestable. Infame destino, también él de Fernando Henrique Cardoso. Al presidente brasileño, hombre de izquierda, le tocó gobernar con partidos de centro-derecha incapaces de legitimar lo necesario.

Y para complicar las cosas, Brasil se acerca peligrosamente a la situación macroeconómica de México antes de 1994. Una sobrevaluación cambiaria puesta al servicio de una lucha contra la inflación que terminó por ser insostenible por crecientes desequilibrios externos. En la actualidad el déficit de cuenta corriente, en proporción al PIB, oscila, en Brasil, alrededor de 4.5 por ciento y Fernando Henrique Cardoso no parecería tener muchos márgenes de maniobra. Pero ahí están, exactamente, el punto y el reto. El gobierno necesita devaluar el real, lo cual afectará, vía inflación, sobre todo a los sectores más pobres. Sin embargo, si quiere tener la posibilidad de hacer lo necesario en lo que concierne al tipo de cambio (para evitar presiones que podrían volverse insostenibles), deberá definir políticas de transformación estructural que ofrezcan una señal fuerte a los más pobres. Y es ahí donde sigue históricamente abierta la cuestión agraria brasileña. Pero F.H. Cardoso, hombre honorable, gobierna con fuerzas conservadoras.

El presidente brasileño acaba de obtener (con medios de dudosa legalidad) las modificaciones constitucionales que le permitirán eventualmente gobernar otros cuatro años más. Y uno se pregunta ¿para qué deberían los brasileños desear la reelección de Cardoso? ¿Vale la pena conservar un gobierno que ha hecho cosas importantes en restablecer los equilibrios macroeconómicos, si esta sensatez no va junta con una voluntad de transformación de una de las realidades estructurales más vergonzosas del país? Y me refiero, obviamente, a una tenencia de la tierra de tipo semifeudal.

Cardoso parece no entender que aún no se ha ganado el derecho a la reelección. Podría ganarlo si mostrara la audacia necesaria para ser un verdadero hombre de estado. Lo cual, en el caso específico, significa hacer cosas con distintos beneficiarios sociales. Primera: equilibrar las cuentas públicas y conservar la apertura externa. Segunda: promover cambios agrarios que sepan generar más puestos de trabajo y reactivar la economía del país sobre bases sociales más amplias. Cardoso sigue sin entender que la sabiduría económica mostrada hasta ahora requiere, para ser viable, cimientos sociales más amplios de aquéllos que la derecha brasileña puede ofrecerle. Cimientos que hasta ahora Cardoso no ha sido capaz de conquistar. Un problema que, por lo menos por el momento, Blair no tiene.