En lo que va del mes el estado de Texas ha ejecutado a siete prisioneros. El pasado 21, en Tarrant, Bruce Callins fue sometido a la inyección letal. Cuando los custodios le preguntaron si tenía un último deseo, el prisionero respondió que deseaba fumarse un cigarro. Se lo negaron, porque el tabaco está prohibido en las prisiones del estado, con el argumento impecable de que fumar es nocivo para la salud.
Mañana, en el condado de Leon, está prevista la octava y última muerte de este mes, la de Robert Madden. Pero el mes de junio viene prometedor para los verdugos: hay diez sentencias de muerte que deberán cumplirse. Una cada tres días.
Si no hay alguien que haga algo, en el condado de Cameron las jeringas serán puestas a trabajar en las personas de Davis Lozada (el día 6) y de Irineo Tristán Montoya, el 18.
Las fábricas de cadáveres de las cárceles texanas tienen asegurados los insumos. 455 personas se encuentran en los llamados ``pabellones de la muerte''. 75 de ellas son de origen latino, y diez, connacionales nuestros.
En 1987 la Stanford Law Review dio a conocer un estudio en el que se documentaba la inocencia de 42 individuos que, en una primera instancia, fueron condenados a muerte en Estados Unidos en los 17 años anteriores. En casi todos esos casos, las instancias superiores echaron abajo las sentencias. Pero, de 1900 a la fecha, la justicia del país vecino ha mandado a la silla eléctrica, a la cámara de gas, a la inyección letal, al patíbulo o al paredón de fusilamiento a por lo menos 23 reos cuya inocencia fue posteriormente demostrada.
En una edición de The Nation de abril pasado, Bruce Shapiro hace un recuento aterrador de los defensores de oficio que se duermen (no es metáfora: roncan y babean) en juicios en los cuales se condena a sus defendidos a la pena capital. Un caso no muy remoto ocurrió en agosto de 1992 --en Houston, por cierto--, cuando el negro George McFarland fue presentado ante una corte, declarado culpable y sentenciado a muerte en el lapso de cuatro días. Su abogado designado por el tribunal, un tal John Benn, de 72 años, permaneció en sueño profundo durante la presentación de los testigos, según lo documentó el Houston Chronicle. McFarland apeló, pero el juez Doug Shaver rechazó el recurso con este argumento: ``La Constitución dice que todo inculpado tiene derecho a un abogado, pero no dice que el abogado en cuestión deba estar despierto''.
Pero, a contrapelo de la Constitución, en algunos estados no hay necesidad de defensor para mandar a un convicto al Más Allá: Exzavious Gibson, un joven pobre de 24 años y coeficiente intelectual de 72, fue recientemente presentado ante una corte de Georgia.
Cuando el juez le pidió que presentara pruebas de descargo, Gibson dijo: ``No tengo abogado; no sé qué alegar''.
--No le estoy pidiendo que alegue nada; le estoy pidiendo que presente sus pruebas --replicó el magistrado.
Estas anécdotas vienen al caso porque nueve de cada diez de los 455 huéspedes de los pabellones texanos de la muerte hubieron de depositar su suerte en manos de abogados de oficio. En correspondencia, como dice William Douglas, ``es inútil buscar en nuestros registros un solo caso de ejecución de un miembro de los estratos superiores de esta sociedad''.
Los sectores liberales y humanitarios de Estados Unidos han pretendido enfrentar la máquina de la muerte en que se ha convertido el sistema judicial de su país con toda clase de argumentos: éticos, criminológicos, políticos, sociales y hasta financieros: incluyendo los gastos judiciales, administrativos y operativos, una ejecución promedio le cuesta al erario 3 millones 200 mil dólares, si es en Florida; a Texas, gracias a la masificación, le sale más barata: 2 millones 300 mil dólares; en cambio, mantener a un reo en prisión perpetua costaría 500 mil dólares en promedio.
Pero los verdugos también piensan en cuidar el dinero. En la segunda semana de este año, en la prisión de Varner, Arkansas, tres sentenciados a muerte --Earl Van Denton, Paul Ruiz y Kirt Wainwright-- recibieron la inyección letal en cadena, en un lapso de tres horas. El procedimiento habría podido durar menos, pero el último de ellos tuvo que esperar una hora, con la aguja asesina clavada en el brazo, lista para soltar el veneno, por si la Suprema Corte le concedía una apelación de último momento. Los funcionarios de la prisión justificaron la ejecución en grupo con las palabras ``cost effective'': de esa forma, dijeron, se abatían los pagos de horas extra y se reduce la tensión de los empleados penitenciarios.