La notable investigación efectuada por Mireya Cuéllar, cuyo resultado apareció en el suplemento Elecciones 97 (La Jornada, martes 20 de mayo), puso en el centro del debate público al Instituto Federal Electoral (IFE), a sus consejeros, sus funcionarios y empleados. Con sentido periodístico --no amarillista como critican sus malquerientes--, este diario llevó el reportaje al principal sitio de su primera plana y generó la polémica que se reflejó durante varios días en sus páginas, incluida la dos, donde aparece El Correo Ilustrado.
En el reportaje mencionado, el consejero Jesús Cantú hizo notar algo ya sabido pero que en el contexto presentado por la periodista adquirió una dimensión más concreta, pues Mireya Cuéllar le puso nombres y apellidos: las próximas elecciones serán organizadas básicamente por la misma estructura operativa que trabajó en 1994, cuando el IFE no era un organismo autónomo sino parte del Poder Ejecutivo.
Las declaraciones críticas de Cantú, complementadas en el reportaje por los consejeros Juan Molinar, Alonso Lujambio y Emilio Zebadúa, fueron rechazadas el mismo martes por el también consejero José Barragán, matizadas y precisadas por Mauricio Merino, y expresamente avaladas el jueves por Zebadúa. Por su parte, el consejero presidente, José Woldenberg, sostuvo que el IFE está conformado por ``personal capacitado y profesional''.
De los diversos ángulos de análisis que este asunto ofrece y dadas las limitaciones de espacio de un artículo periodístico, me quedo con sólo dos aspectos: el recelo y la polémica.
El recelo. Por mucho tiempo en este país, el fraude fue consustancial a las elecciones. Esta situación ha empezado a cambiar en México, pero la sospecha y la suspicacia persisten, y de hecho la oposición ha señalado, aun ahora, sus presunciones o temores de fraude. Un fraude que, en lo pasado, frecuentemente contó con la complicidad de funcionarios y empleados comiciales. Parece lógico, pues, que uno o más de los consejeros electorales no sienta absoluta confianza en un área que fue reiteradamente acusada de fraudulencias.
Ahora bien, sería injusto descalificar a priori a toda la estructura operativa del IFE por pecados pretéritos, de los cuales muchos funcionarios y empleados del Instituto seguramente fueron ajenos, aun cuando mantuvieran cercanía con el régimen de partido de Estado. En cambio, importa tener en cuenta que, contra las fraudulencias y en pro de la transparencia electoral, trabajan ya los propios consejeros federales del IFE y una vasta red de consejeros estatales y distritales, a quienes habrán de unirse los funcionarios de casillas, todos ellos nombrados de forma diferente a como se hacía en la época en que el partido de Estado ganaba de todas todas, aparte de los observadores comiciales y representantes de partidos y candidatos.
Es decir, a pesar del comprensible recelo todavía existente, hay razones para creer en la realización de comicios más limpios que antes de la autonomía del IFE. Dicho sea esto sin olvidar que, en materia de transparencia y equidad, aún hay un largo trecho por andar.
La polémica. En un entorno político en que la democracia es, pese a todo, asignatura pendiente en México, en que la pluralidad es aún extraña, resultan explicables la sorpresa y la preocupación producidas por las divergencias expresadas por integrantes de la cúpula electoral del país.
En realidad, si se examina reflexivamente la polémica, será necesario concluir que la discusión es natural entre pares dispares como son los consejeros del Consejo General del IFE. Pares porque tienen igual rango en el organismo, dispares porque sus orígenes y percepciones son evidentemente distintos. Por encima de las divergencias, sin embargo, prevalece el deseo común de organizar elecciones transparentes y creíbles. Y esto no es poca cosa, sobre todo de cara al pasado.
Además, si bien entre nosotros todavía parece raro, lo más normal en un cuerpo colegiado es la divergencia. Se supone que precisamente de la discusión de las diferencias, cuando el sustrato es la buena fe, saldrán las mejores decisiones, el equilibrio, el consenso. Nada alarmante, pues, que los consejeros electorales discutan con vehemencia, aun cuando resulte deplorable que a veces la discusión se vuelva invectiva y aluda más a las personas que a las ideas.
Bueno, don Ernesto, hay papitas que, lamentablemente, se visten con los colores nacionales.