Teresa del Conde
Monterrey: Tercera Bienal

En términos generales la tercera versión de esta Bienal que no sólo ya se consolidó, sino que se prestigió, se advierte menos sólida que las dos anteriores. Hay en ella obras logradas, competentes e interesantes, pero una proporción alta de las piezas que la integran son reiterativas, amateurs o desinformadas, pues ni se oponen al llamado main stream ni ofrecen variantes bien editadas de los léxicos consabidos. El envío del que partió el jurado para realizar su selección fue muy nutrido: mil 273 obras de 581 artistas. La selección en cuanto a número resulta proporcional a los tres medios delineados en la convocatoria, el número de participantes emergentes (posiblemente varios son principiantes o aficionados) es excesiva y basta dar una ojeada a las obras reunidas en el segundo y tercer nivel del museo de Monterrey para comprobar que los artistas de trayectoria más consistente resultan ser los que, salvo excepciones que siempre se dan, ofrecieron obras mejores: baste mencionar la pintura que representa una construcción vista en picada de Manuela Generali, el políptico de Manuel Marín, muy celebrado por el público; la excelente escultura de Paloma Torres, el objeto de Enrique Jezik que funciona a manera de osario, las dos pinturas de Renato Esquivel que rinden homenaje a personajes shakespereanos.

La selección de participantes se lleva a cabo mediante la revisión de expedientes, fotografías y diapositivas proyectadas. No es lo mismo elegir así que cuando existe la oportunidad de observar las piezas originales, pero se entiende que las dificultades de acopio son muchas y que los gastos de transporte pueden reducirse sustancialmente al seguir este método. No obstante quizá fuera conveniente combinarlo de manera tal que el jurado realizara una primera barrida suprimiendo lo que obviamente se percibe como inadmisible (redundando en una selección quizá más amplia) y luego, al enfrentarse a los originales se realizase una depuración de los trabajos elegidos en primera instancia con objeto ya no sólo de extraer los tres premios y las menciones, sino de configurar una exhibición más rigurosa. Esto redundaría en devolución de piezas que pasaron por el primer cedazo sin quedar seleccionadas, cosa ciertamente complicada para los organizadores, no obstante quizá valga la pena intentarlo. Asimismo sería de desear que se revisaran las bases de la convocatoria relativas a la adjudicación de menciones honoríficas dependientes --no de la propuesta del artista-- sino de su proveniencia geográfica, situación que en ocasiones se detecta forzada.

Una de las obras distinguibles --aparte de las mencionadas-- corresponde a Antonio Luquín (de Jalisco) se trata de su pintura Violencia estructural en tanto que Enrique Ruiz (de Monterrey) ofreció una pieza de suma pertinencia (arte objeto) La correcta pronunciación, basada en un manual de educación media publicado en los años setenta. Como concepto, sólo la equipara la instalación de Marcos Ramírez Pimienta Erre, artista de Tijuana que logró realización limpia y espectacular. La última cena, de Juan Sandoval, además de su innegable posmodernismo tipo ``minimal'' acusa un elegante y fino sentido del humor, pero su ubicación museográfica no la ayuda. Hay ingenio en A cada quien su realidad virtual (instalación), de Juan Sandoval, y buena fortuna plástica en lo que presentó Maribel Portela en ese rubro. En cambio, me pareció atiborrada la propuesta de Claudia Fernández, fincada en la recreación de objetos de peltre de toda índole (realizados en tela). Quizá me condicionó su representación actual en el Premio Marco, mejor concebida e instalada.

El más notable de los premios corresponde sin duda a María José de la Macorra, con su Hexágona sensibilia, escultura en metal que destacaría como obra lograda en cualquier conjunto. No tanto así la pintura El ancho de un círculo, del regiomontano Francisco Larios Osuna, merecedora del Gran Premio Bancomer en pintura. Hay otras pinturas elegibles, quizá más interesantes que ésta, por ejemplo la de José Ignacio Cervantes y Omaña o la de Jordi Boldó. Más discreta, pero no de menores alcances es la de Franco Aceves Humana, cuya iconografía escueta se aboca a entronizar pelotas de futbol en fustes de columnas clásicas, mientras que las enloquecidas circunvoluciones esbozadas de una gran pelota flotante aluden al cerebro. Hay aquí además una acertada realización en óleo y encáustica.

Pareciera que la versión 1997 de este salón, exhibido en el museo de Monterrey, se empalma con el Encuentro Nacional de Arte Joven, si bien aquí no hay límite de edad para participar.