¿Habrá sido un error la reforma política del Distrito Federal, cuyo eje fundamental es la elección democrática del titular del órgano ejecutivo del gobierno? Me formulo esta pregunta ante los claroscuros, con creciente predominio de las sombras, que han envuelto al quehacer de los partidos, sus dirigentes y candidatos, durante el tramo ya recorrido del proceso electoral derivado de aquella reforma, que tan elevadas expectativas generó.
Quienes aportamos nuestro grano de arena para configurar un proyecto jurídicamente viable, sabíamos que la instauración de la democracia en el principal centro político del país implicaría un formidable aliento a la lucha por el poder, con sus secuelas de ambiciones desbordadas y florecimiento de intereses no siempre positivos y a veces injustificables; pero confiábamos en la madurez y (¿por qué no decirlo?) en el patriotismo de quienes estarían abocados a ser sus principales protagonistas. ¿Nos habremos equivocado?
El primer hecho innegable es que se han desvirtuado los componentes democráticos de la contienda, por la pérdida de autenticidad de algunos de los candidatos y la superposición de elementos de simulación en sus relaciones con el electorado. En una democracia, quien aspira a representar al pueblo debe ganar su confianza mostrándose genuino en cuanto a sus características personales, e inconfundible en lo que respecta a sus ideas políticas y proyecto de gobierno. El vínculo democrático finca su racionalidad jurídica en la obligación de hacer saber a los mandantes lo que pueden esperar de quien les pide ser elegido como su mandatario. De lo contrario, se incurre en el engaño y el ocultamiento, vicios de origen que éticamente invalidan la legitimidad formal sustentada en una mayoría de votos.
Pero la validación democrática del mandato que está en disputa parece tener una importancia ínfima en la presente contienda. Lo primordial es situarse en el primer lugar de las encuestas mediante vacuos procedimientos de mercadotecnia, ganar espacios en los medios con denuncias escandalosas, y adoptar discursos y disfraces disímbolos según el grupo social ante el cual se comparece.
Hemos leído y escuchado, con inquietud y preocupación, declarar a un candidato: que está en campaña para ganar votos y que no cambiará sus decisiones ``estratégicas'' para no exponerse a perder las ventajas ya obtenidas. Se infiere que, para él, los supuestos jurídicos y políticos de la democracia son prescindibles, porque su verdadera vocación es la lucha por el poder.
En la democracia el sujeto de las decisiones es el pueblo y a ganar su voluntad, mediante el convencimiento, deben estar dirigidos los esfuerzos de quienes aspiren a merecer su mandato.
En contraste, en la lucha por el poder son los contendientes el principal foco de atención de cada uno de los adversarios. Es un juego de acciones y reacciones, de golpes y contragolpes, de intrigas y de ataques recíprocos, abiertos o disimulados. El poder es el objetivo y el pueblo un sujeto pasivo, maleable a la manipulación de empresas profesionalizadas en inducir deformaciones conductivas. En la democracia, el pueblo es libre para decidir. En la lucha por el poder conforme a los mecanismos en boga en una sociedad tecnológica de masas, la conciencia individual deja de ser autónoma y el elector pierde una parte significativa de su capacidad de decisión.
Es por ello que suscita dudas la pertinencia de haber instaurado un sistema de elección directa en una macrópolis cuyo gobierno despierta ambiciones desmesuradas, al punto de que ya se evidencia el riesgo de haber pasado, de un régimen de designación vertical, a un sistema de suplantación institucional pseudodemocrática: si las empresas encuestadoras hacen ya innecesarias las urnas de votación, y las cúpulas mercadotécnicas imponen sus criterios a las dirigencias de los partidos, no debimos confiar en la madurez y el patriotismo de protagonistas que, como las actrices que hacen a un lado todo escrúpulo para llegar al estrellato, no han tenido inconveniente en construirse una nueva imagen a base de silicones electoreros.
Nadie podría sentirse satisfecho de haber colaborado en un cambio político de esta envergadura, si éste finalmente se frustra por la pérdida de autenticidad de los partidos, los dirigentes y los candidatos. La pregunta final sería: ¿se están poniendo el disfraz o se lo están quitando?.