Tenía la fastidiosa costumbre de repetir una cosa dos y tres veces olvidando que ya la había contado, la jactancia de quién cree dominado el recuerdo y una pata de palo producto de la guerra de Crimea, que era un modo de decir ``cualquier guerra''.
Recaló en las calles de Uruguay a principios de los 30, y pasó de un hotelito a un cuarto enfrente, para acabar instalándose, pareció que por un tiempo largo, en un espacioso local en unos altos de San Juan de Letrán.
En La Mundial conoció al tío Alberto, quien por entonces acababa de enviudar y no sabía (cómo lo iba a saber), que los siguientes 40 años sería el viudo borrachín de la familia.
Al tío Alberto le llamó la atención que tuviera una pata de palo, y la apariencia de extranjero, pecoso, pelirrojo, y velludo. Una especie de simio colorado, o quizás un marinero holandés. Le habló en ruso, quién sabe por qué se le ocurrió, y el cojo entendió. Sí, le aceptaba una cerveza de esas que chorreaban espumosas de los barriles en la barra. Increíblemente, resultó que el tipo era inglés, -``call me George''- había solicitado a manera de presentación. Platicaron en español.
No eran buenos tiempos para ser judío, ni siquiera en México, y George era judío. Fue lo primero que le dijo al tío Alberto como advirtiéndole, dándole tiempo de recapacitar y que cambiara de mesa.
El tío Alberto había enviudado de mala manera. Adela, su mujer, se había suicidado pocos meses atrás. Mostró a George un retrato. Una foto, de estudio, en cartón duro, donde aparecía una mujer joven, atractiva, aunque evidentemente plebeya, con el rostro abierto de lágrimas. ``Para Alberto, con todo mi amor: Adela'', tenía escrito junto a la firma del fotógrafo. Eran costumbre entonces esa clase de retratos sentimentales, así como antes se usaba retratar a los niños muertos.
George comprendió de inmediato que el tío tenía también su herida de guerra, una pata de palo en el alma. Platicaron un rato, parece que muy largo. Se contaron sus vida de migrantes, incluidas las viejas mentiras que acaban por creerse de verdad, y descubrieron su condición común de desesperados.
George era espía. Eso dijo, y el tío le creyó. Al servicio de la revolución. O sea, espía soviético. Sus superiores lo mandaron a vigilar al camarada Trotski, supo que para eliminarlo; alertó al camarada y huyó a América.
-Tampoco en la revolución quieren a los judíos -dijo George con infinita tristeza, como si no pudiera imaginar mayor derrota.
El tío Alberto nunca fue muy político, pero no era mala persona, y entendió lo terrible que era, para un bolchevique, descubrirse fuera de la revolución que el contribuyó a formar, ¡por pertenecer a una raza determinada! El, que no tenía país, que había hecho de la revolución su patria. Obviamente no era inglés. Había nacido en Transilvania, en un poblado que antes de diez años desaparecería del mapa con todo y sus familias, borrado por los ejércitos de Alemania. Hoy sólo quedan en el recuerdo de los gitanos que tocan, de vez en cuando, danzas hebreas de Transilvania. George, quien resultó así Grg, no viviría para saberlo.
Desde niño vivió en Kiev, y allí entregó todo, empezando por su identidad, a la causa socialista, después de quedar mutilado, muy joven, en una guerra a la que fue arrastrado a la fuerza.
-La muerte de Lenin lo echó todo a perder -sentenció Grg, tratando de aferrarse a su fe en el camarada Vladimir Ilich. Pero había perdido la esperanza, habrá quien diga que demasiado pronto.
Esa tarde en La Mundial todavía no era presidente Lázaro Cárdenas, ni el camarada Trotski había venido a morir a Coyoacán.
Ni Grg ni Alberto podían leer el futuro. De nada les hubiera servido. No pertenecían al tipo de personas que hacen cambiar las cosas. Y menos así como se encontraban: derrotados. A la quinta cerveza los había alcanzado el vértigo del Apocalipsis. Nada más que el tío Alberto tenía esa pasividad bovina que en vida desesperó tanto a su atormentada Adela, y que explica como pudo sobrevivir parasitariamente tantos años. Grg, en cambio, había llegado al final del camino. Sin más preámbulo que su larga confesión extrajo de su americana una escuadra de fabricación checa, se la colocó sobre la sien derecha, y pum, así, sin signos de admiración. Sin estruendo.
Por supuesto salió en los periódicos. ``Misterioso suicidio en La Mundial''. Mencionaba el testimonio, completamente insulso, del tío Alberto y otros parroquianos.
Fue hasta después de que pasaron muchas cosas, en España y en Europa, que el tío comprendió el significado de la historia, y la repetía, una y otra vez, con senil obcecación, pero bastante mejor de lo que está contada aquí.