Por alguna razón insondable, y que seguramente no cambiará con el nuevo gobernador del DF, los vendedores de la capital creen que los clientes son sus enemigos. Cualquier favor es visto como una ofensa. Si uno compra una botella de agua y pide un vaso de plástico, el dependiente, que está junto a una pila de vasos de plástico, contesta: ``no hay''. Luego ``explica'' que los vasos son para las Coca-Colas. Solicitar una bolsa extra en una papelería puede llevar a respuestas de enorme fiscalía: ``tenemos contadas las bolsas; sólo nos autorizan a dar una para cada producto''. Héctor Suárez creó a su personaje el No Hay como una burla de esos seres postrados que consideran que comprometen su honor al atender a los clientes. Lo curioso es que, lejos de ofenderse por la imitación, los comerciantes se enorgullecieron de que sus bostezos y su desprecio al prójimo ingresaran a la picaresca nacional. Acto seguido, empezaron a colocar caricaturas del No Hay en sus locales: su ineficiencia había adquirido escudo de armas y sus defectos pertenecían ya al pintoresco territorio de lo típico. Quien haya tenido la fortuna de comprar algo en Morelia, Londres o cualquier otra ciudad que no sea la nuestra, sabe que los pequeños favores forman parte de los derechos del comprador. Por desgracia, aquí somos atendidos por hombres con ojos de rencilla, señoras tan hartas de la vida que ponen las hojas en la fotocopiadora como si ahogaran a un bebé, muchachas volátiles que se barnizan diez uñas antes de ir por nuestro pedido, homúnculos amedrentados por algún poder superior que les impide el mínimo desliz en provecho ajeno. En esta tensa relación, el tema más conflictivo es el teléfono. Cuando se encuentra en el mostrador, el aparato que ha ocasionado eslogans como ``hablando se entiende la gente'', suele tener una cerradura en el disco. Por mera dignidad, la mayoría de los capitalinos hemos renunciado a preguntar: ``¿Me deja hacer una llamada?'' Aunque hayas comprado 300 gramos de lomo embuchado, 500 de mortadela primavera, un queso falsamente francés y otro demasiado menonita, recibirás un fulminante ``no''. Pero eso sí, si el teléfono suena en lo que pides tu orden, el dependiente le dará prioridad a la llamada. Ya sabemos que para el hombre moderno el teléfono es un delegado del destino y que de pronto un timbrazo altera nuestras vidas. El problema es que nuestro destino se desvíe tan seguido en las salchichonerías o las ventanillas. En lo que aguardamos con paciencia franciscana, el encargado de la zona de desastre sostiene un diálogo de este tipo: -¿Entonces qué, cómo va la pata? -... -¡La pata! - ... -¿Y cómo va? - ... -¡Ah, que pinche pata! El empleado que tomó el auricular como si fuera a impedir un suicidio, se entrega a un beatífico sinsentido. Mientras haya alguien al otro extremo de la línea, tendrá derecho a no hacer nada más. En vista de esta situación que daña el trato a millones de capitalinos, proponemos con todo respeto que el nuevo gobernador promulgue una Ley De Prioridad Humana Sobre El Teléfono. Su disposición central será la siguiente: ``Cuando una persona se presente en el lugar donde suena un teléfono, habrá que atender primero a la persona.'' El problema, claro está, radica en saber si quienes detentan el poder en los mostradores son capaces de distinguir a una persona.
Fin de
Hace ocho años, Francisco Hinojosa se hizo cargo de la nueva época de la revista Los universitarios. En su oportunidad señalamos que la UNAM no había hecho un mejor fichaje desde que contrató a Evanivaldo Castro Cabinho para los Pumas. Durante ocho años, Hinojosa impulsó una revista fresca, inteligente, abierta a autores de muy diversas latitudes y generaciones. Con notable imaginación editorial, creó números de colección (recordamos, entre otros, el dedicado a la radio y el dedicado al color negro). Además de sus méritos de contenido, Los universitarios logró una circulación insólita en el país: veinte mil ejemplares regalados entre los estudiantes. En junio, este proyecto, uno de los más comprometidos con el quehacer universitario, llegará a su fin. La justificación, ya lo adivinamos, tendrá que ver con los costos. Al respecto, baste decir que quienes tuvimos el privilegio de leer las páginas editadas por Francisco Hinojosa aprendimos en ellas más de lo que se enseña en muchos doctorados, y que en las hemerotecas del país Los universitarios seguirá ofreciendo su impagable magisterio.
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Es una lástima que esta pregunta sea la forma popular de empezar las conversaciones sobre religión. No es una buena pregunta. Nos da la falsa certidumbre de que sabemos de qué estamos hablando. Y que, por tanto, podemos decidir de modo rápido y tajante. Y no nos mueve a pensar, sino a estos pronunciamientos apresurados. El concepto de Dios es a la vez sencillo y muy complicado. Para el que reza, el concepto es muy sencillo. Rezar, en mi opinión, constituye la esencia de la vida religiosa. No creer en Dios, sino rezar, que no es lo mismo. Rezar es comunicarse, hablar con alguien, confesarle cosas, pedirle o agradecerle cosas. Ahí no hay problema. Una cosa es platicar con Jaime Goded y otra diferente es creer que Jaime Goded existe. Cuando hablo con mi amigo no estoy haciendo algo tan raro como creer que mi amigo existe, ni hablar con él implica la creencia de que él existe, y menos aún tengo que hacer algo tan difícil como demostrar que Jaime Goded existe. No sólo para el incrédulo, también para el crédulo rezador la pregunta ¿existe Dios?, es una pregunta rara e incómoda. En todo caso, esas son especulaciones intelectuales, y rezar no es el resultado de especulaciones intelectuales, sino de algo diferente y más complicado e interesante. Antes de formular la pregunta sobre la existencia de Dios, pregunta metafísica, hay que formular la cuestión, más modesta, de Su presencia. No la manoseada pregunta ¿qué es Dios para ti?, que nos devuelve a la aridez de las cerebraciones, ni la pregunta ¿cómo es Dios para ti?, que no se puede contestar ya que Dios no puede imaginarse. Sino la pregunta sobre Su presencia, sobre cómo se da o manifiesta esta presencia al que reza. Este terreno es fértil en respuestas. En lo que sigue voy a dar una respuesta que tiene cierto aire o corto leibniciano. Parte nada más de la presuposición de que Dios sabe. Y su campo son los artefactos. Hay un cenicero de cerámica que viste en un programa de televisión en 1959, hace 38 años, lo has olvidado, pero l conocía el lodo del que se formó el barro, conocía íntimamente la historia de cada gota, de cada molécula de tierra y agua con que lo formaron para cocerlo y estuvo ahí en el fuego y vio de cerca y supo dónde y cómo se vendió y la historia personal segundo a segundo de quienes lo hicieron y quien lo compró, y la historia de cada billete con que se pagó, y la historia completa de todos aquellos que tocaron esos billetes, y sabe cuántos cigarros se posaron sobre él y la historia minuciosa de cada partícula de ceniza que cayó sobre él, y la historia individual de cada fumada engarzada en la historia personal segundo a segundo de cada uno de los fumadores, y sabe que tú lo viste, y sabe tu historia personal segundo a segundo y las de todos los que lo vieron en la televisión, y sabe con el mismo detalle la historia de los todos los artefactos que has visto en tu vida, todos, con igual minuciosidad, esa cuchara de peltre en que comiste la sopa de hongos el 3 de diciembre de 1990 en el Desierto de los Leones, y de todos los refrigeradores y todas las licuadoras, y tú podrías sentarte a mirar una licuadora y meditar en todo lo que Dios sabe de ella, porque en ella está su presencia y conoce íntimamente cada una de las fibras de los trajes de casimir que has visto en tu vida, no sólo en la realidad, sino en películas y fotos, una, por ejemplo, de Bernard Shaw con saco de tweed que viste en un periódico antes de saber quién era el personaje, y sabe cuál fue tu reacción al mirar la foto y en qué lugar de tu memoria está guardada y si has soñado o no ese preciso traje de tweed, y sabe todas las historias de todos los que han visto trajes de casimir tan minuciosamente como la historia, desde el borrego, de cada una de las fibras de cada traje, y del cenicero aquel del programa de televisión en blanco y negro todavía, tú ni siquiera te acuerdas de haberlo visto, pero algo de eso permanece escondido en tu memoria, tú no podrás recobrarlo, pero l sabe que está ahí, escondido, porque sabe muchas más cosas de ti que las que tú puedes siquiera imaginar que se puedan saber, incluida la historia minuciosa del interior de cada una de las células de tus tejidos, segundo a segundo por todos los días de tu vida. Este es un ejemplo de presencia de Dios. ¿Existe esta presencia? La presencia ahí está. No puede negarse que el cenicero y todo lo demás existe. La presencia de Dios no hace más que agruparlo, y al agruparlo le da sentido. Desde esta presencia omniabarcante todos los hechos, hasta los más triviales, se cargan de peculiar intensidad y se vuelven inusitados y milagrosos. Sin esa presencia el mundo se haría inane y sin chiste. Voy a declarar, por último, que no intento convencer a nadie de nada, cada quien tiene su manera de matar pulgas, lo que intento es abrir a la discusión y ventilar una cuestión que, como dice Torri, ``a los ojos de algunos conserva todavía cierta importancia''.
Teles como PC's y viceversa
Durante muchos años diversas compañías de hardware y software han invertido millones de dólares para tratar de convertir una computadora en una televisión aceptable. Hasta ahora, los resultados han sido más que mediocres. En general lo que han obtenido de un aparato que cuesta en promedio 15,000 pesos es una pequeña imagen de pobre definición y baja resolución, ni siquiera digna de una televisión de $500. Pero al tiempo en que la PC busca parecerse a la tele, ésta también trata de parecerse a la computadora; en septiembre del año pasado se presentó comercialmente WebTV (http://www.webtv.net), un invento que convierte casi cualquier televisión en una seudocomputadora capaz de navegar el World Wide Web. Este aparato, que cuesta menos de 300 dólares, ofrece acceso a Internet, incluye un browser y correo electrónico. WebTV tiene aún algunas fallas técnicas, como la ausencia de un puerto para impresora (que supuestamente será añadido en los nuevos modelos), pero resulta muy fácil de usar, rápida y bastante eficiente. Inicialmente, fue comercializada con bastante éxito por Sony (quienes aún se lamentan del fracaso de su Minidisc) y Philips Magnavox. No obstante, hoy parece estar en la misma situación que el superpromocionado DVD (digital video disc) o las complicadas e incómodas computadoras de bolsillo, es decir, que está en riesgo de pasar precozmente al panteón de los media muertos. De ser así, se cumpliría una vez más uno de los viejos dogmas del pensador canadiense Marshall McLuhan: ``Si algo sirve, ya está obsoleto.''
Convergencia digital
WebTV y los programas que permiten ver video o transmisiones televisivas en una PC son la materialización del fenómeno que mantiene vivas las expectativas de decenas de empresas de las telecomunicaciones, el entretenimiento y la información: la convergencia digital, ese esperado momento histórico en que la televisión, la computación personal y el teléfono terminarán por fusionarse en una sola cosa absolutamente indispensable. Cuando este momento llegue, es posible que todo cambie definitivamente, pero también debemos recordar que el primer contacto que muchos tuvimos con la computación casera ocurrió durante una anterior convergencia digital que tuvo lugar a mediados de los ochenta. La primera PC que muchos usamos, ya fuera una Sinclair, una Comodore Vic (20 o 64) o bien una Atari Amiga (que hasta hace poco utilizaban muchos músicos, debido a su notable interfase MIDI), también se conectaba a la televisión. A pesar de su importancia, esta convergencia no fue más que una etapa de transición en la penetración de la computadora al ámbito doméstico (y de la televisión a la oficina). Esto habla en cierta forma de nuestra curiosa y estrecha relación con la tele. El regreso al uso de monitores especializados para computadora es mucho más que una estrategia comercial para vender cinescopios. Parecería que la televisión rechazó ser colonizada, como si la iniciativa de transformar un dispositivo destinado a perder el tiempo en uno productivo hubiera sido rechazada o contenida. Para retomar esa muy discutible clasificación que hacía McLuhan de los medios en fríos (cool) y calientes (hot), podríamos decir que es como si un medio frío (la tele) hubiera sido convertido por la fuerza en uno caliente (la computadora). ¿Volverá a defenderse la televisión de esta nueva metamorfosis, o bien llegó el día en que la computadora se ha transformado en un entretenimiento digno de compartir la pantalla casera?
Las horas perdidas
Llegará un momento en que tendremos que evaluar, en términos de costo humano y económico, las miles de horas-hombre desperdiciadas frente a la pantalla esperando respuesta de una página del web. Sin duda, uno de los costos principales de reducir distancias y de establecer un contacto instantáneo a través de computadoras, módems y líneas telefónicas entre gente situada en lugares remotos, son las agónicas esperas en línea (una manifestación del ``efecto de venganza'' de la tecnología, que define Edward Tenner en su libro Why Things Bite Back). La contraparte del beneficio gigantesco que es el correo electrónico, las páginas del web y los diversos foros de discusión o chat son los incontables e inevitables tiempos muertos que tienen lugar durante casi cualquier expedición al ciberespacio. Como postula una encarnación de McLuhan (una persona que se hace pasar por él o un bot programado con toda la obra del autor de La Galaxia de Gutenberg) que habita el mailing list [email protected]: ``La diferencia entre ser productivo y desperdiciar el tiempo está desapareciendo, y de esta manera estamos regresando a una etapa preindustrial.'' Para poder navegar a gusto (que no es lo mismo que utilizar de manera específica ciertos recursos de Internet) hace falta tener mucho tiempo que perder, y como dice el falso McLuhan, ``es bien sabido que sólo los jóvenes, los primitivos y los excéntricos pueden darse ese lujo''. No es una coincidencia que Internet tenga un enorme impacto entre la gente que tiene tiempo que perder, es decir, las clases acomodadas y medias planetarias de una era de hedonismo, alarmantes injusticias y marcada indiferencia social.
Naief Yehya
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