La Jornada Semanal, 25 de mayo de 1997


AUTOPSIA A DOÑA REAL ACADEMIA

Nikito Nipongo

"Quien calla una palabra es su dueño, quien la pronuncia es su esclavo", ésta fue la fórmula que el severo crítico del lenguaje Karl Kraus encontró para referirse a la responsabilidad que suscitan las palabras. En numerosas publicaciones, Nikito Nipongo ha sido un agudo analista de los maltratos que suele sufrir nuestra lengua. Ofrecemos este ensayo sobre la Real Academia del conocido pescador de "perlas japonesas".


En junio de 1713 llega al mundo la Real Academia Española. ``El principal fin que tuvo la Real Academia Española para su formación'', dice el prólogo de su primer diccionario (el cual empieza a imprimirse en Madrid en 1726), ``fue hacer un diccionario copioso y exacto''. Pero 266 años después, al surgir la edición 21 de su magna obra, en junio de 1992, ese diccionario copioso y exacto sigue siendo una ilusión. Estamos, más bien, no ante un diccionario, pues se trata de un mamotreto manco y rengo muy ajeno a las modernas técnicas lexicográficas, que ni remotamente tiene traza de copioso ni menos aún de exacto.

Sin embargo, como ocurre siempre, ahora los propagandistas de la Real Academia Española manejan sus hilos podridos y la hacen menearse, como si estuviera viva. Por conducto de la agencia noticiosa española EFE (F de Franco), se propaga este rumor: ``El Banco de Datos del Español, un ambicioso proyecto de la Real Academia Española dentro de un plan destinado a potenciar esta institución, contará con 150 millones de registros a finales del año 1997.'' Pueden ser 300 billones, ¿y qué?; ¿acaso por arte de magia brotará de esa marabunta informativa un lexicón admirable?

Don J. Jaime Hernández, corresponsal de Excélsior en Madrid, por su manera de comportarse cuando el pasado 13 de marzo se coló en el edificio de la Real Academia Española, en la calle de Felipe IV, revela el ánimo que alienta a sus admiradores: llega a la presencia del director de la academia, Fernando Lázaro Carreter (a quien Hernández llama presidente), como si cegado por la emoción entrara de rodillas al sanctasanctórum de una divinidad. Acompáñenme las lectoras y los lectores a escuchar al extasiado don J. Jaime:

Don Fernando Lázaro Carreter me recibe en su despacho. Un bedel de avanzada edad me ha servido de guía entre las columnas que preside, con ese aire de gloriosa autosuficiencia, Miguel de Cervantes Saavedra, el ``Manco de Lepanto''. Bajo su pétrea mirada llego al fin hasta esa habitación de aire espartano que Lázaro Carreter ha ocupado en los últimos cinco años.

Nada tiene qué hacer don Miguel de Cervantes en la Real Academia Española. Murió 97 años antes de que a ésta la fundara Felipe V, rey de España importado de Francia (porque el retrasado mental Carlos II, monarca anterior, murió agusanado sin dejar descendencia). Además, la Real Academia Española hubiera rechazado a Cervantes, por iconoclasta, de haber sido su contemporáneo. No hay que olvidar que la misma institución se negó a admitir en su seno tenebroso a la lexicógrafa María Moliner, poniendo de pretexto sus antecedentes antifranquistas, y recibiendo en cambio a la tonta e inservible Carmen Conde. Pero sigo con J. Jaime Hernández:

Sentado ahí (Fernando Lázaro Carreter), emboscado en un mar de papeles que tapizan su escritorio, el presidente de la Real Academia parece, o quizá simula, estar muy concentrado en la lectura de algo que, aparentemente, le resulta impostergable. Su insigne figura, recortada por un haz de luz que desciende de un ventanal lateral, parece resguardada por los retratos de cámara que penden de las cuatro paredes color granate.

¡Qué dirá de la tal insigne figura el filólogo Manuel Alvar! Fue director de la Real Academia Española (1988-91) y, por haber tratado de modernizarla, cayó tras de meterle zancadilla Carreter, su sucesor, distinguido por su calidad de grillo pomposo.

Largo es el palique en el cual se enredan Carreter y su entrevistador. Me limito a dar cuenta del anuncio que hace, casi al final del cotorreo, don Fernando Lázaro Carreter:

Espero que con la ayuda de las academias (de América) podremos completar nuestra labor de registro para poder lanzar en el año 2000 el que será el gran diccionario de la Real Academia Española, con un acervo mucho más completo del español que se habla hoy en América y en España.

¿Podrá ocurrir milagro tan fabuloso, y con la ayuda de los cenáculos de inutilazos que son las mencionadas academias del nuevo mundo? Para que ese gran diccionario finisecular resultara la maravilla largamente esperada, se requeriría dinamitar a la Real Academia Española, acabando con los académicos españoles: con su prepotencia hueca, su abulia, su negligencia, su pésima forma de expresarse, sus usos caducos, su conservadurismo esterilizante... El gran diccionario prometido tendría que ser radicalmente distinto al lexicón acostumbrado, y no otra obra de momias torpes, sino de lingüistas y lexicógrafos capaces y trabajadores, ajenos a la Academia Real.

Debo recordar que cuando se ha hablado sobre la inminente salida de cada una de las sucesivas ediciones del Diccionario de la Lengua Española, los panegiristas de la Real Academia Española baten palmas gozosos. Pero su entusiasmo se enfría cuando la realidad demuestra que, por enésima vez, el nuevo diccionario académico es un desastre lexicográfico más. Aquel alborozo quedó reflejado en el preámbulo de su edición última, la de 1992:

La Real Academia Española ha querido contribuir a la celebración del V Centenario del descubrimiento de América publicando una nueva edición, la vigésimo primera, de su diccionario usual. Lo hace para cooperar al mantenimiento de la unidad lingüística de los más de trescientos millones de seres humanos que, a un lado y otro del Atlántico, hablan hoy el idioma nacido hace más de mil años en el solar castellano y se valen de él como instrumento expresivo y conformador de una misma visión del mundo y de la vida.

Lenguaje amerengado y tramposo, influido por una concepción imperialista que, aunque anacrónica, respalda las labores de la Real Academia Española. Por lo mismo lanza ella la citada edición, no por cooperar al mantenimiento de la tal unidad lingüística que, claro, sólo la concibe aquella institución con el cordón umbilical amarrado a Madrid, la antigua metrópoli del imperio. Sí, el idioma que hablamos nació como dialecto del latín en Castilla la Vieja. Vuelto comunicador oficial de España, por imposición de los feroces Reyes Católicos, alcanzó la calidad de lengua española -discriminando al catalán, al valenciano, al bable, al gallego y, con mayor rencor, al vasco-. Pero expandido a América tal idioma desde hace medio milenio, hoy, en rigor, no es castellano ni español, sino hispanoamericano: ente que de ningún modo aprueba la cerrada Real Academia Española, según lo demuestra con su diccionario que es, en verdad, un diccionario madrileño. Para la vieja, sólo el habla de Madrid vale; fuera de Madrid, todo es Carabanchel.

En el mismo preámbulo se desparraman lisonjas dedicadas a esa edición 21 del Diccionario de la Lengua Española, esperando que el consultante las trague sin regüeldos disidentes, absteniéndose de estudiar a fondo el resto de la obra. De lo contrario, si le da por leer el diccionario y reflexionar sobre lo leído, concluirá que dichos elogios son groseramente falsos.

Mas a lo mejor la edición 22 del Diccionario de la Lengua Española, la de 2000, será auténtico prodigio. Ya veremos. Mientras tanto, hay que atenerse a lo que ha sido y es la Real Academia Española y sus academias subordinadas y cómplices, según la referida edición de 1992. En ella estriban los siguientes apartados.

Pedantería

Incluso vocabularios escolares de otros idiomas dedican una de sus páginas a la reproducción de determinados alfabetos; por ejemplo, el estupendo Merriam Webster's Collegiate Dictionary (1993) trae una tabla de alfabetos: hebreo, arábico, griego, ruso y sánscrito (de signos primorosos). El Diccionario de la Lengua Española no ofrece nada parecido. Informa:

alfabeto. abecedario.
abecedario. Serie de las letras de un idioma, según el orden en que cada uno de ellos las considera colocadas.

Eso es todo. Nada acerca del alfabeto griego, por ejemplo. Alguien preguntará: ``¿Por qué tendría que hacerlo?'' Pues por la sencilla razón de que en muchos de los paréntesis de su diccionario, en que van informes etimológicos, la Real Academia Española sigue dando la lata al transcribir palabras griegas no mediante nuestra escritura, sino con caracteres griegos, que para la mayoría de sus consultantes resultan chinos.

Centralismo

En el Diccionario de la Lengua Española se indica que es propiedad de la Real Academia Española, y de nadie más. Por otra parte, insisto: se trata de un léxico del español hablado en Madrid (buena parte, anticuado). Si en esa capital son medianamente conocidas, se agregan al diccionario académico voces de provincias españolas o de países americanos y de Filipinas (muchos de ellos tienen el carácter de vulgarismos desusados, a los que se pegan definiciones hechas en Madrid). El español de México, de Cuba, de Colombia, de Argentina... no tienen vela en el entierro de la Real Academia Española. Hay Academia Ecuatoriana, Salvadoreña, Venezolana, Chilena... pero como si no existieran. Y si la Real Academia Española llega a hacer algo, las demás academias de la lengua no hacen absolutamente nada. (La nacida sin vida en México, la Academia Mexicana, se hace aparecer como autora del Diccionario geográfico universal, editado en abril del presente año por el Fondo de Cultura Económica. Sería su primer trabajo serio en 122 años de existencia. Pero lo cierto es que el único autor de guía tan útil es mi buen amigo, el sabio lexicógrafo don Guido Gómez de Silva.)

A propósito de académicos norte, centro y suramericanos (prefiero esta forma, usada por el subcomandante Marcos, y no sudamericanos), debo señalar que la Real Academia Española repite su necia majadería de suponerlos, con los filipinos, de inferior categoría a los madrileños. Otro dirá: ``Y ¿a qué posible sitio elevado podría aspirar la sagrada carroña de Andrés Henestrosa, entre otros farsantes?'' Pues a ninguno, pero el caso es que los miembros de número de la Real Academia Española sigue siendo cada uno, en el diccionario, Excelentísimo Señor Don (lo que me lleva al informe de Pancho Liguori: ``El excelentísimo condón es el con que tiene el don''). Hasta cada académico fallecido ``después de publicada la edición vigésima del diccionario'', si fue español, se exhibe como Excelentísimo Señor Don Muerto de Tal. En cambio, cada académico de fuera de Madrid (excepto los ``señores académicos de honor'') tiene que conformarse con el tratamiento de Sr. D. ¡y se acabó!

Toda la información que nutre las columnas del Diccionario de la Lengua Española fue armada en Madrid y se publica para Madrid. Aun los mexicanismos y demás términos foráneos; ejemplo: ``nopalito. Méj. hoja tierna de tuna que suele comerse guisada''. ¿Por qué tuna? Porque así -o higuera de tuna- se llama en Madrid al nopal. ¿Han protestado los académicos mexicanos al leer esa definición? Nunca (y lo más probable es que ni la hayan leído).

Vejeces

La pereza hincada hasta la médula de sus huesos obliga a la Real Academia Española a mantener en su librote antiguallas (que un buen criterio recomendaría desechar). El primer diccionario académico, el llamado de Autoridades, de principios del siglo XVIII, se ocupa de un pasatiempo, ya conocido tiempo antes, y lo describe tartajeando:

mundinovi o mundinuevo. Cierta arca en forma de escaparate, que traen a cuestas los saboyardos, la cual se abre en tres partes, y dentro se ven varias figurillas de madera movibles, y metiendo por detrás una llave en un agujero, prende en un hierro, que dándole vueltas con ella, hace que las figurillas anden alrededor, mientras él canta una cancioncilla.

La edición 21 del Diccionario de la Lengua Española (1992) declara:

mundonuevo. Cajón que contenía un cosmorama portátil o una colección de figuras de movimiento, y se llevaba por las calles para diversión de la gente.

El tal mundonuevo está bien para un diccionario histórico de memeces. Es inadmisible en un lexicón actual y más si el mismo, como el de la Real Academia Española, sufre de una catastrófica escasez de vocablos modernos. Por lo demás, reconozco que el mundonuevo no se antoja muy anticuado en ese diccionario, tomando en consideración que asimismo lo repletan términos del medievo o más viejos, hace muchísimo completamente en desuso. De paso vuelvo a indicar que casi el total de voces de marina explicadas en el Diccionario de la Lengua Española pertenecen al léxico de los barcos de vela.

Payasadas

Buenos son los académicos de la lengua, ``a un lado y otro del Atlántico'', para farolear en sus declaraciones o en sus actos protocolarios. Son globeros que incursionan felices en el terreno fangoso del ridículo. O untuosos engañabobos, como el susodicho Fernando Lázaro Carreter al perorar:

Considero que el no reconocer la labor que está haciendo hoy la Academia [española] es vivir de espaldas a la realidad. En este último sentido, la acusación es absolutamente injusta. Y lo es por desconocimiento. Porque quienquiera podrá acudir a esta institución y observar la atención que le dedicamos al español que se habla no sólo en España, sino al español que hoy se escucha en todos los países de Hispanoamérica.

Muchas gracias, señor Carreter, pero precisamente la última edición del diccionario académico lo desmiente. ``Yo quisiera que la gente viera el trabajo de nuestros 80 filólogos'', insiste el director de la Real Academia Española. Lo malo es que, hasta ahora, no es visible. ¿Qué pensar, tratándose del mentado diccionario o de la gramática que, dicen, prepara esa institución? Después de su edición de 1931, sólo hay el Esbozo de una nueva gramática de la lengua española (1973), ``mero anticipo provisional de lo que será la nueva edición de la Gramática de la Lengua Española''... que la gente sigue sin poder ver. Las que sí ve son las pompas fúnebres a que son tan aficionados los académicos (y que al no ser invitado a ellas, pues todavía no lo eligen académico, fuerza a Francisco Umbral a ir a mearse periódicamente en los muros de la casa de la Real Academia).

Al recibir a un nuevo miembro de la Real Academia Española, por ejemplo: el español Mario Vargas Llosa, reconciliado con Fujimori tras de la matanza de guerrilleros en la embajada nipona en Lima, un buen número de rucos se visten de etiqueta, colgándose un collar con el escudo de su sociedad. A la ceremonia se ve obligado a asistir el rey de España, quien hace heroicos esfuerzos para no adormecerse mientras el recipiendario babea un discurso inane. Los fotógrafos de diarios y revistas y los camarógrafos de televisión se encargan de tomar las vistas que habrá de ver la gente. Algo es algo.

A los académicos madrileños no se les invitó a soltar rollos de vacuidades en el Congreso Internacional de la Lengua Española, pachanga celebrada en Zacatecas y presidida por el citado rey de España y el de México, cual si fueran autoridades en la materia. El desaire les ardió a los dichosos señorones, moviéndolos a vaciar su resentimiento calificando, junto con otros chupapitos, de disparate a la única propuesta respetable de esa reunión: la de reformas a la ortografía, que bosquejó Gabriel García Márquez con tino.

No está por demás observar, a propósito, que si políticamente nos independizamos de España hace 176 años, lingüísticamente -y de modo especial en lo que corresponde a la ortografía- continuamos sujetos al arbitrio de la Real Academia Española (que no acepta aquello de que el español ya no es lengua del imperio). Y de veras repugna saber que hay entidades nuestras muy dóciles al dictado imperial. Así, la Academia Mexicana, institución de una república, llega al extremo de adoptar como su escudo el mismo de la Real Academia Española; se puede ver en la fachada del draculesco caserón de la calle de Donceles donde aquella malinche se apolilla: en torno al afamado crisol de alquimistas aparece la leyenda, también célebre -por idiota-, limpia, fija y da esplendor.

Si la Real Academia Española pone en su diccionario: ``tamal. Amer. Especie de empanada'' (``empanada. Masa de pan''), sin merecer reparos de la Mexicana, tranquilamente suelta, igualmente ahí, esto:

tepezcuinte. (Del mejicano tepetl, monte e itzcuintli, perro.) Costa Rica, Guatemala y Méjico, paca, animal.

Nadie de la Academia Mexicana, ni siquiera los que en ella se las dan de nahuatlatos, le ha hecho ver a la Real Madre que su tepezcuinte fue el tepescuincle o tepescuintle, uno de los muchos animalitos de México ya extinguidos, y que es una reverenda cabronada imponerle a ese perro de monte, mamífero carnívoro de México y de América Central, la definición correspondiente a la paca (voz de origen guaraní), mamífero roedor que, como se lee en el mismo disparatario, ``es propio de América de Sur''.

Y bien, con las zonas del cadáver de la Real Academia Española que antes he revisado me basta, aunque para seguir la disección hay más: Realeza, Clericalismo, Pendejez... Este último tema se distingue por ancho y jugoso, lo que es de esperar, tratándose del Diccionario de la Lengua Española en Salmuera.