MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
Más vale niebla que vida
Para la maestra Hilaria Carrasco
La lluvia me sorprendió y no tuve más remedio que guarecerme bajo la marquesina del Teresa. Me parecía ridículo verme atrapada a unos metros de la pantalla donde estaba proyectándose, en función matutina, un programa doble para adultos: Placeres calientes y Esclavas de la pasión.. Para evitar las miradas de transeúntes y automovilistas, me dediqué a ver mi reloj. Me temo que la estrategia sólo haya servido para darme aspecto de maniático.
No sé en qué momento comencé a olvidarme de mi situación y a concentrarme en las actitudes atolondradas de los jóvenes que, con los libros bajo el brazo o las manos en los bolsillos, entraban al cine después de vencer sus dudas; algunos se veían tan cohibidos que quise librarlos, por lo menos, de mi indiscreta observación y me volví hacia las vitrinas.
Entonces descubrí a un hombre con sombrero de fieltro y traje pardo; veía las fotos de exhibición echado hacia adelante, como si quisiera clavarse en la pared con la nariz. Aquella figura cargada de espaldas me pareció tan familiar que sonreí. Un adolescente me devolvió el gesto y preferí concentrarme otra vez en la carátula de mi reloj.
La lluvia arreció. Pensé que quizá fuera mejor meterme en el cine donde, además de estar más cómodo, podría satisfacer una antigua curiosidad: ¿quién ve películas pornográficas a las once de la mañana? Me distrajo de mis reflexiones una voz: ``¿Qué clase de primavera es ésta?'' Quien me hablaba era el hombre del traje pardo. Me bastó un segundo para reconocerlo: era Donato Valles, mi maestro de literatura. Me pareció que encontrarlo allí, a las puertas de un cine porno, era incómodo para él y renuncié a presentarme.
Cambié de opinión cuando lo vi sacarse del bolsillo el cabo de un puro y metérselo en la boca, exactamente como solía hacerlo cuando se paseaba entre las filas del tercero ``C'' para impedir que desplegáramos los acordeones. Esa imagen me llevó al recuerdo de nuestra última conversación.
Tuvo lugar el día final de clases en la secundaria. Apenas terminó la ceremonia de clausura, el maestro Valles dio media vuelta y se encaminó hacia el aula donde había pasado más de veinte años. Lo seguí. Desde la puerta del salón miré los movimientos suaves, casi tiernos, con que el profesor iba guardando en su viejo portafolios sus materiales de trabajo.
Antes de que pudiera anunciarme, el maestro Valles me descubrió: ``¿Qué se te olvidó?'' Le dije que sólo quería despedirme de él y pedirle su dirección, pues deseaba mantener el contacto. Sin entusiasmo escribió sus datos en una hoja y me la dio. Mientras la leía, lo escuché decir: ``No servirá de nada. Siempre es igual: ustedes se van y no vuelven a acordarse de sus profesores''. Le aseguré que mi caso iba a ser distinto.
Cumplí mi promesa mediante una simple cortesía: a principios de diciembre le envié una tarjeta navideña. Bajo el paisaje nevado que enmarcaba mis mejores deseos para él y su familia, escribí: ``Pronto iré a visitarlo''. Realmente pensaba hacerlo a fin de año, pero postergué la visita, y el día en que quise hacerla no pude: no encontré la hojita con el domicilio. De ese modo, sin quererlo, me convertí en uno más de los malagradecidos que tenía registrados en su archivo mental.
Durante muchos años me obsesionó el mal concepto en que debía de tenerme el maestro Valles. Entonces me pareció absurdo desaprovechar la oportunidad que la mañana lluviosa me brindaba para deshacerme de un antiguo sentimiento de culpa y decidí presentarme: ``Maestro Valles, ¿cómo le va? ¿No se acuerda de mí?''
En cuanto escuchó mi nombre, se volvió y se quedó mirándome durante algunos segundos. Luego pronunció mis apellidos como si estuviera leyendo la lista de asistencia: ``Reyes Colín, Alvaro''. ''Presente, profesor'', contesté. Nos dimos un abrazo. Rápido, en desorden, mientras seguía lloviendo, nos pusimos al corriente de nuestras vidas. Le conté que trabajaba de corrector en un periódico. El me habló de su viudez y su jubilación. De camino a su casa, adonde insistió en llevarme para que tomáramos una taza de café, aclaró: ``Pero estoy en constante actividad, no te imaginas...''
Desde la entrada del edificio, en Rosas Moreno, capté el olor a gatos. Se hicieron presentes apenas el maestro Valles abrió la puerta de su departamento, oloroso también a polvo y a papel. Esto era explicable, pues había montones de libros, revistas, legajos, periódicos . En los pocos espacios libres colgaban reproducciones de Alma Tadema: la sutileza de las ninfas coronadas y las guirnaldas de rosas eran los únicos lujos en aquel espacio habitado por un doble silencio: el de los gatos y el de la viudez -visible en el terno solitario puesto sobre la mesa, en la única silla y en la ollita de guiso trasnochado cubierto con un plástico.
Sin quitarse el sombrero, el maestro Valles pasó directamente a la cocina y me preguntó si me gustaba el café cargado. Le contesté que sí y me puse a curiosear en los libreros. Me llamó la atención el que estaba junto a la entrada de la recámara porque en los primeros anaqueles se veían gruesos cuadernos, de pastas marmoleadas, en cuyos lomos leí: El arcángel velado, La noche viene, Llanto de sueños fútiles, Pobre gente toda la gente. No alcancé a leer otros títulos pero comprobé que debajo de todos estaba escrito su nombre: Donato Valles.
Durante la conversación, me sorprendió la cantidad de anécdotas que mi maestro atesoraba referentes al año en que fui su alumno. Recordó los apodos de mis compañeros y me confesó que también sabía el que acostumbrábamos ponerle: ``¿Conque el Buitre, no?'' También se refirió a mis trabajos de clase. Me enorgulleció saber que los catalogaba como buenos, al grado de que había imaginado para mí un destino de escritor.
En su comentario leí un discreto reproche y le expliqué los motivos que me habían alejado de mi primera y única vocación: un matrimonio prematuro, dos hijos, la necesidad de sostener a la familia. Dio un golpe en la mesa, exactamente lo hacía cuando lo exasperábamos con nuestras distracciones en el salón de clase: ``Pues no señor, cuando uno quiere hacer las cosas, ¡las hace! No hay obstáculos reales, todos están en nuestra cabeza''.
Orgulloso, se volvió hacia el librero donde estaban las hileras de cuadernos: ``Si no los hubiera vencido, ¿crees que habría realizado todo esto? Treinta y siete novelas, ¿qué te parece?'' Confundió mi gesto de asombro con incredulidad y se levantó para tomar uno de aquellos volúmenes que luego puso en mi mano. Descubrí en la tapa el título que se repetía en el lomo: Más vale niebla que vida, por Donato Valles. Entusiasmado, abrió el cuaderno. Para mi sorpresa descubrí que todas las páginas estaban en blanco.
Me sabía observado por mi maestro pero, por más que me esforcé, no conseguí borrar mi expresión desconcertada. Adivinó mis pensamientos y, sonriendo, empezó a golpearse la frente con el índice mientras me explicaba: ``La historia completita la tengo en mi cabeza. Empezaré a escribirla apenas encuentre un buen epígrafe. Parece algo fácil, pero no lo es. Te lo digo yo, que he buscado y buscado en todos los libros''.
Con agilidad de bailarín se acercó de nuevo al librero y, sin dejar de mirarme, palpó los cuadernos cuyos lomos cargaban el terrible peso de títulos perfectos -Los dioses nunca mueren, Soy más viejo que soy yo, Todo lo que pasa y nunca pasa-- que repetía de memoria y, al final, golpeándose otra vez la frente, me dijo: ``Todas estas historias las tengo aquí perfectamente guardadas. Son muy buenas y quiero que tengan éxito. ¿Sabes cuál es la clave? El epígrafe... Ahora, muchacho, si me permites...''
Se acercó a la puerta seguido por sus gatos. Al despedirnos repetí la promesa de visitarlo. Esta vez me pidió que antes de hacerlo me anunciara por teléfono: ``Encontrar un epígrafe bueno es muy difícil. Me faltan muchísimos libros por revisar. En alguno estará lo que busco. Tú me entiendes, ¿verdad?''
Entendí perfectamente lo que quiso decirme el maestro Valles y también que, en ocasiones, más vale niebla que vida.