``Si semejantes animálculos se multiplican en exceso dejarán de llamar la atención'', dijo Mendelssohn. Un animálculo es un animal microscópico prácticamente invisible para el ojo. Pero Mendelssohn se refería a sus miniaturas para piano recogidas finalmente como Canciones sin palabras. Por fortuna no se detuvo antes de componer 48 de ellas, por lo menos un par de las cuales son consideradas de las piezas más conocidas del mundo.
Quizás porque yo no soy experta en el tema, sino apenas una aficionada casual, puedo sostener que me enorgullece apreciar como pocas cosas esas pequeñas composiciones. He cargado conmigo un disco de acetato con una selección de ellas y Gieseking al piano desde hace un buen tiempo y a través de una serie de mudanzas. En dos ocasiones he pedido, a solicitud del conductor, que esa fuera la música de fondo para el programa de radio en el que yo participaba como entrevistada.
Leí que son breves y abstractas, amigables tanto para el compositor como para el ejecutante y el oyente; que se presentan como algo espontáneo, no forzado, a cuyo acompañamiento no le falta ingenio. El estado de ánimo que recorre esas composiciones es variado, de ahí que su tratamiento de igual modo sea diverso. Están llenas de sutilezas, afirman los conocedores, por lo que hace al ritmo y la armonía. ¿Requerirían algo más esas miniaturas para atraparte de una vez y para siempre? Ayuda a su aceptación general y permanente, supongo, que las puedas tararear para tus adentros, como sucede con los poemas que repites de memoria en silencio.
Y aquí viene al caso recordar lo que sucede, lo que me sucede, con un cuento como Un coeur simple versus la novela de Flaubert. Al primero lo releo de principio a fin a cada rato; llego al final y lo vuelvo a empezar y, cuando no estoy en ésas, lo estoy recordando. Madame Bovary, en cambio, la he leído apenas un par de veces. Las miniaturas tienen la facultad de ser más fácilmente transportables completas en tu memoria que las obras extensas. Lo que sin ser una observación novedosa, a los que nos falta capacidad nos parece sumamente tranquilizadora.
La capacidad a la que me refiero es sobre todo la de la impostura. La gente que por esto o por lo otro tomamos el camino de la verdad no podemos fingir: nos falta capacidad para hacer como que Wagner nos apasiona, por ejemplo, cuando lo que resulta vestidor es afirmar que nos apasiona Wagner. Pertenezco al otro bando, al de quienes en una conversación o hasta discusión de esa naturaleza pasamos por ignorantes, y todo por nuestra incapacidad para engañar fingiendo ser o saber lo que no somos ni sabemos; es decir, engañar o embaucar con apariencia de verdad.
Anoche leía en ese sentido una crónica de Maupassant, según llamó él mismo a las colaboraciones con las que durante una década contribuyó a la prensa y la cultura parisinas. Se refiere a la delicadeza y a cómo ese giro en el trato entre los hombres se ha perdido, en su comunicación, en su conducta en general. Encuentro que el término tenuidad también traduciría el que Maupassant empleó, y sutileza. Se ha perdido la delicadeza en el espíritu, dice Maupassant; ahora el espíritu suena falso porque lo que lo mueve son necedades y ya no un pensamiento sutil. ¿Qué se hizo de todo el esfuerzo de la inteligencia? ¿Cómo se vino a imponer la decadencia? ¿La gente cree que piensa en lo que dice, que hace el esfuerzo de comprender lo que la anima? Esas son algunas de las reflexiones que postula Maupassant. Habla de cómo la gente repite en vez de procurar tener ideas propias. Al haberse perdido la delicadeza dejó de tener sentido el alma del artista, el afán de entretenerse en la búsqueda de ideas, de pasar de una no establecida a otra.
Pero tampoco voy a repetir aquí cuanto Maupassant recoge en La finesse, porque, al ser su ``crónica'' una miniatura transportable entera, bastará con leerla directamente para gozarla. Pero me llevó a una frase de Thoreau que sí quiero recordar. Está recogida en Walking, otra miniatura que, en pocas páginas, guarda toda la sabiduría de Thoreau y toda la belleza de su estilo. Desde un mirador, lejos de la población, reflexiona sobre lo que, a la distancia, significan esa población y sus quehaceres. ``La política -dice aproximadamente- es el humo del cigarrillo de uno de los pobladores''. Terminas de leer el libro pequeño y de inmediato reinicias su lectura, la estética de la prosa te hace llorar, la sencillez de lo natural habla de la verdad.
En esa diferenciación está contenida la humanidad: quiénes son verdaderos y quiénes farsantes. En ciertas ocasiones, Maupassant preferiría oír hablar a un carnicero de su oficio que a sus colegas y las mujeres de música, poesía o pintura. Lo malo, pienso, debido a mi poco alcance, es que a veces para señalar con fundamentos sólidos en dónde radica la farsa de nuestros colegas habría que leerlos, y eso, dadas las limitaciones de mi capacidad, me resulta imposible. Me quedo con el repaso y la memorización de La rana que quería ser una rana auténtica, señalamiento monterroseano en miniatura de la mentalidad de nuestra crítica literaria, o La boda de la abeja, que es una de las canciones sin palabras de las que hablábamos y que también se conoce como Canción hiladora, por el arte de hilar