La proclamada recuperación económica del país es como las obras públicas que inauguraban los presidentes en los viejos tiempos del régimen posrevolucionario: una bonita fachada tras la cual todo falta por hacer. El estado supuestamente prodigioso de la macroeconomía tiene como contraparte un deterioro del nivel de bienestar y una reconcentración de la riqueza que, por sus proporciones, ponen en peligro la cohesión social de la nación.
Un estudio reciente de la Comisión Económica para América Latina (La Jornada, 24 de mayo) indica que en el periodo 1990-94 México fue uno de los cinco países de la región donde la estructura de la distribución del ingreso se hizo todavía más inequitativa. El estudio también señala que México es uno de los tres países latinoamericanos en los que el índice de pobreza se acrecentó significativamente durante esos mismos años.
Todo esto sucedió en la inmediata precrisis, un periodo que puede considerarse un verdadero oasis de crecimiento económico, puesto que es en él donde se concentra la única fase de expansión de los últimos 15 años. Es evidente que la situación empeoró a raíz del hundimiento financiero y productivo de 1995-96 y las modalidades del rescate estrictamente macroeconómico en el que ahora nos encontramos.
Así lo muestran numerosos indicadores, algunos contenidos en el Informe anual 1996 del Banco de México (versión provisional, pues la definitiva aparecerá en junio). Las remuneraciones medias reales en la industria (es decir, el promedio de todos los ingresos percibidos por los trabajadores descontando el efecto de la inflación) acumularon en los últimos dos años una caída de 22 puntos porcentuales respecto de su nivel de 1994. Esto quiere decir que, de cada peso que percibía en 1994 un trabajador industrial, hoy sólo dispone de 78 centavos. En términos de poder de compra, las remuneraciones pagadas en el sector manufacturero retrocedieron durante los últimos dos años a los niveles que prevalecían en 1987.
Hay una divergencia entre el mundo encantado de los macroeconomistas que nos gobiernan y la vida cotidiana de muchos cientos de miles de personas de carne y hueso. Los horizontes temporales y la racionalidad de unos y otros no parecen tener hoy muchos puntos de encuentro. La promesa oficial de un futuro que ``ahora sí'' será bueno para todos está desacreditada. Son numerosos los sectores de la población que demandan a los responsables de la política económica, en vez de los reconocimientos cotidianos al esfuerzo ``de todos los mexicanos'', programas específicos que permitan definir perspectivas personales y colectivas que sean claras y tangibles en el corto plazo. La credibilidad del discurso sobre la recuperación no se gana con el martilleo sistemático de la última estadística sobre el desempeño coyuntural de la economía, sino con la capacidad de las políticas gubernamentales para resolver, en espacios sociales concretos, problemas que afectan la vida cotidiana de la gente: empleo, salarios remunerativos, vivienda, transporte, salud, educación, seguridad. Es decir, en ámbitos en donde se acumularon déficit y rezagos que, lejos de haber sido disminuidos por las políticas económicas aplicadas por los últimos dos gobiernos, tendieron más bien a incrementarse.
Dado su fracaso en términos de bienestar, el proyecto meramente económico y financiero de los macroeconomistas en el poder debe ser ahora conducido en una perspectiva de reconstrucción social