En estos días hay una discusión sobre la confiabilidad del Instituto Federal Electoral (IFE) y, de hecho, del proceso electoral que estamos viviendo. Se han mencionado hechos, pero hay, implícitas o explícitas, diferentes concepciones sobre esa confiabilidad.
Mencionemos primero algunos hechos. Es cierto que muchos funcionarios del IFE son los mismos que antes. También lo es que el Consejo General, máxima autoridad de ese instituto, no sólo fue renovado sino que fue integrado por unanimidad de las tres principales fuerzas políticas del país, y también que el ser ``los mismos que antes'' no implica automáticamente que hasta los que ya antes barrían los pisos en el IFE sean defraudadores electorales.
Es cierto que en varios lugares del país, sobre todo en el sur y el sureste, hay condiciones que entorpecen la democratización, incluso llegándose a extremos de asesinato por razones políticas o sociales. También es verdad que en las pasadas elecciones en los estados de México y Morelos, pese a los intentos de obtener una mayoría no ganada en votos, éstos fracasaron, los congresos locales de ambas entidades son ahora plurales y en los que ningún partido tiene mayoría absoluta.
Podríamos seguir con más ejemplos similares. Creo que la línea central del análisis debe incluir dos elementos: ver esto como un proceso, ver lo que pasa como algo que está cambiando y no que ya cambió; y tomar muy en cuenta lo que sucede con la gente, con la ciudadanía, y no creer que sólo cuentan los dirigentes y los funcionarios. Empezaremos por esto último.
Sería incorrecto e injusto olvidar que el nivel de participación ciudadana en los procesos electorales ha estado aumentando desde hace años. Ya en la elección de 1982, hubo en el Distrito Federal distritos en los que todas las casillas electorales fueron cubiertas por representantes de partidos diferentes del gobernante. Ya en esa época ningún partido tenía mayoría absoluta de votos, y el PRI ganaba por ser la minoría más numerosa. En 1988, como es sabido, dejó de ser la más numerosa del mismo DF, y en las siguientes elecciones volvió a serlo, pero sin dejar nunca de ser una de las minorías. He participado en estos procesos desde diferentes ángulos en cada uno de ellos --como candidato, como representante ante el organismo electoral del DF, como simple votante y como observador electoral acreditado-- y estoy convencido de que, en el DF, las irregularidades han sido menores y totalmente insuficientes para alterar el resultado de la elección. La vigilancia y participación de la gente y el que esta ciudad fuera centro de la atención nacional y mundial, contaron mucho para que esto sucediera.
No es el caso de todo el país. En el caso extremo de 1988, me tocó ver, en la Cámara de Diputados, decenas de ``actas'' electorales con una sola escritura, la misma letra en decenas de casillas distantes entre sí, y otras evidencias de la secuela de lo que se llamó la caída del sistema. Pero incluso fuera del DF las cosas han ido cambiando. Ha cambiado la legislación varias veces, pero de poco hubiera servido eso si nadie cubriera las casillas, por ejemplo. El desarrollo político abarca todo, y en este caso los dos aspectos, las leyes y lo que pasa ``arriba'', y la participación ciudadana.
El que las encuestas estén dando los resultados que conocemos y que se han publicado en estas páginas, no sólo quiere decir que la gran mayoría de los encuestados quiere el cambio, sino que además no tiene temor de decírselo a un encuestador al que ni conoce.
El otro elemento, ya presente en lo aquí dicho, es el de que estamos viviendo el proceso de cambio. De hecho, la realidad siempre está cambiando, pero ahora más. Antes no sucedían cosas como las mencionadas de los congresos locales de los estados de México y Morelos. Todavía nos falta camino por recorrer, por ejemplo en equidad de recursos económicos y publicitarios. Pero es un camino que nosotros mismos estamos no sólo recorriendo, sino haciéndolo al recorrerlo. Se hace camino al andar.
Si un actor político o alguien con presencia pública en general, les da a quienes lo escuchan o lo leen una imagen de que el organismo electoral, pese a lo ocurrido ya, simplemente no es confiable, y por tanto tampoco el proceso electoral como tal, no sólo no se ajusta a la realidad. También motiva, aun sin desearlo, que quienes lo siguen se alejen de la urna, no voten, al fin que su voto no será tomado en cuenta.