Nueva York Ť Si El oro del Rhin es una sabrosa historia de intriga y aventura, y La valkiria es un fascinante dilema moral, Sigfrido, la tercera ópera de la tetralogía de Wagner, es fundamentalmente una pieza didáctica en la que la intención de enseñar está aligerada con un certero toque de buen humor operístico. Sin embargo, esta ligereza de espíritu fue opacada por la inesperada ausencia de la magnífica soprano Hildegard Behrens, cuyo estado de salud le impidió repetir esta noche su estupenda Brunhilda. En su lugar, el papel de la flamígera valkiria fue cantado por Penélope Daner, quien estuvo muy por debajo de lo que uno puede esperar en el Met, tanto en lo vocal como en lo teatral. Por otro lado, en este tercer capítulo de la tetralogía aparece el primer y único protagonista flojo de todo el ciclo. Me refiero al Sigfrido del título, que si bien fue representado con gran presencia y energía por Siegfried Jerusalem, resulta un héroe hasta cierto punto plano y unidimensional. Como en las dos primeras óperas del ciclo, el Wotan de James Morris dominó fundamentalmente el espacio escénico y vocal del Met, y tuvo como contraparte ideal al tenor inglés Graham Clark, quien repitió el papel del nibelungo enano Mime, que había hecho en El oro del Rhin. Gracias a un rol todavía mejor escrito en este Sigfrido wagneriano, Clark ofreció un Mime alternativamente obsequioso, hiperkinético y gandalla que resultó uno de los puntos culminantes de esta ópera. Y de nuevo, un magnífico Ekkerhard Wlaschiha dio a su Alberich un complejo perfil siniestro y neurótico que complementó a la perfección las características dramáticas de Mime. También Birgitta Svendén repitió su participación como Erda y, tal como lo hiciera en El oro del Rhin, contribuyó con momentos mágicos y misteriosos a este Sigfrido que mucho sufrió por la ausencia de Hildegard Behrens y la presencia forzada de Penélope Daner.
Para la última noche del ciclo, la trama y las relaciones entre los personajes se complican de manera endemoniada en El ocaso de los dioses, ópera que bien puede ser considerada como la crónica de una muerte anunciada. En efecto, hay en la columna vertebral de la tetralogía un inconfundible elemento fatalista, en el entendido de que desde sus primeras apariciones en El oro del Rhin, Wotan ya tiene la premonición de que los dioses no han de durar mucho. Para cuando se levanta el telón, las complejas y cerradas relaciones entre dioses, nibelungos, walsungos y gibichungos ya han comenzado a roer los cimientos del orden establecido.
Para fortuna de quienes asistimos a este ciclo, Hildegard Behrens volvió a la escena del Met para el último capítulo de este vasto drama mitológico y, como era de esperarse, lo dominó casi de principio a fin. A cambio de la incomprensible ausencia de Wotan en esta última ópera del ciclo, Wagner presenta aquí a otro de sus grandes personajes, otro catalizador de acciones y pasiones que es Hagen, magníficamente interpretado por la voz de trueno de Eric Halfvarson.
Hacia el final de esta ópera y de este singular ciclo de teatro musical de gran diseño, Wagner propone literalmente la destrucción del mundo, y la maquinaria escénica del Met de Nueva York obsequió al público con un espectacular cataclismo que, curiosamente, no fue reflejado del todo por la música de Wagner. Ahí donde cabría esperar un paroxismo sonoro de grandes masas sonoras y muchos decibeles, el compositor propone en cambio un ocaso musical más bien mesurado; la triste frase melódica que precede al final de El ocaso de los dioses parece ser un hermoso suspiro nostálgico de Wagner por un mundo perdido, por un orden roto, por una historia que ya no es. Así pues, caen los dioses, los héroes y los villanos; el mundo es destruido y el poderoso Rhin lo inunda todo. Sale un nuevo sol, nace quizá una nueva raza, y al caer el telón uno queda con la impresión de haber asistido, más que nada, a un fascinante cuento de hadas, bellamente contado con imágenes y sonidos.
Desde el punto de vista musical, la audición del ciclo completo me permitió, finalmente, comprender en todo su alcance el asombroso trabajo de Wagner en lo que se refiere a la creación, transformación y uso continuo de numerosos leitmotiven como línea invariable de conducta a lo largo de las cuatro óperas. Desde el punto de vista del drama, me pareció especialmente destacado el elemento del incesto, la endogamia, la cerrazón grupal y dinástica, tema al que los libretos de Wagner aluden constantemente, en diversas formas. No se necesita un análisis demasiado profundo de la tetralogía para intuir los claros tintes ideológicos, políticos y raciales de su narración, así como no se necesita más que un sencillo ejercicio de extrapolación para imaginar que ese mismo incesto, esa misma endogamia, esa misma cerrazón grupal y dinástica constituyen una receta infalible para la implosión de cualquier cofradía que los practique, llámese dioses del Valhalla, nibelungos, PRI, regímenes de Corea del Norte o Albania, Federación Mexicana de Futbol o Iglesia católica. Tarde o temprano, el resultado será un Gtterdmmerung, más o menos espectacular según las circunstancias