Una joven madrileña, Angela (Ana Torrent), prepara en una Facultad de Comunicación una tesis sobre la violencia en los medios audiovisuales. Su director de investigación muere de un ataque de asma mientras ve un casete donde se muestra en directo la tortura y asesinato de una alumna. La Facultad alberga un archivo fílmico con un fondo clandestino de snuff movies (registro de crímenes en vivo, un material coleccionable).
En su origen, el término inglés snuff (husmear) está ligado al acecho sensorial, al hecho de capturar, con la vista o el olfato, una vivencia ajena, de preferencia erótica. Ese voyeurismo tiene su primera expresión en las películas pornográficas caseras (el sexo en vivo, sin dramatización), pero es en la exacerbación de los sentidos que provocan la violencia y la crueldad física donde la experiencia snuff alcanza su momento culminante. El tráfico clandestino de snuff movies es un hecho real, muy común en Estados Unidos. Se han documentado casos de niños comprados en países en desarrollo (entre ellos México), a los que luego se sacrifica (filmándose su asesinato en directo) para satisfacción de un puñado de espectadores.
Tesis, del realizador español Alejandro Amenabar, no explora esos extremos, aunque sí la pulsión patológica detrás de esa práctica. Muestra, re- producidas en una pantalla chica, supuestas escenas de un snuff movie, con vejaciones corporales y ejecuciones sumarias, escenas de mutilación y descuartizamiento, pero no cede a la tentación de insistir de manera explícita en el horror de esas cintas o presentar después su versión propia. Amenabar tiene el acierto de narrar esa historia desmesurada a partir de un realismo con apuntes naturalistas y el contrapunto de una subtrama bastante banal. Un personaje (el cómplice y compañero enamorado de Angela) es un apasionado del género fantástico, en los comics y el cine. Su casa está tapizada de carteles de cintas de culto o de objetos gore; a las habitaciones se penetra por puertas que son fauces, y el caos imperante es total. Angela y Chema (Fele Martínez) intentarán descubrir la identidad del asesino de seis jóvenes desaparecidas y presunto realizador de otras tantas películas snuff.
Al elegir Amenabar el realismo, ingresa con entusiasmo de cinéfilo en los territorios de Stanley Kubrick (El resplandor, Shining), y de David Lynch (Terciopelo azul). Y aunque la distancia con esos maestros es considerable, el español consigue sugerir -muy por encima de las limitaciones de su propio guión- una cotidianeidad poblada de anomalías. La Facultad de Comunicación se vuelve una extraña mazmorra, con pasillos y sótanos misteriosos, un lugar donde se cometen crímenes, donde se filman atrocidades, donde se enseña a ver cine. Un lugar enigmático y metaforizable, como el subterráneo de Moebius, con todo y figura de maestro universitario, pero a diferencia de la cinta argentina de Mosquera, sin solemnidades ni elucubraciones filosóficas.
Tesis es una cinta de cinéfilo, con el entusiasmo y la ingenuidad que a menudo caracteriza a esos productos plagados de referencias al medio venerado. Se siente el gusto por el cine de Hitchcock y el deseo de emular un poco a los seguidores del maestro inglés, a Claude Chabrol o a Brian de Palma. Es evidente que Tesis intenta parecerse a todo menos a lo que actualmente se produce en el cine español. Hay incluso un desparpajo y una indiferencia ante la idea de innovar el lenguaje cinematográfico, como si la referencia al cine estadunidense se limitara a los temas clásicos del cine negro y no a formas narrativas más audaces, como las de un neothriller al estilo de Sospechosos comunes.
``Aquí todo es real'', informa el prendidísimo Chema a la joven estudiante al mostrarle una de sus cintas más fuertes, Sangre fresca. La cámara estudia el rostro de Angela, mientras se escuchan en off los gritos de una joven torturada y el ruido de la sierra con la que se descuartizará su cuerpo. Hay la promesa (en parte incumplida) de reflejar en su rostro la mezcla de fascinación y repugnancia que le inspira el acto sádico. Ana Torrent sugiere muy bien esa ambigüedad, pero el realizador deja la idea a medio camino, prefiriendo ajustarse a la línea convencional del relato. Resulta así muy previsible el desenlace de la trama y muy elemental la manera en que se confunden las pistas. Sin embargo, el personaje de Bosco (Eduardo Noriega) sí logra representar, para Angela, un objeto turbio de deseo y repulsa, y un enigma para el espectador. Si la construcción del suspenso funciona a medias, el interés de la película radica en algo más sutil, en la relación de Angela con Chema y Bosco, dos versiones opuestas de una misma afición por el horror y por el crimen. En el juego entre realidad y ficción (elocuente en las escenas oníricas), entre la perversidad y la inocencia de los personajes, reside el atractivo de una cinta que, a la manera de su título, es una tesis arriesgada en el panorama más bien rutinario del cine español actual