Todos los gobernantes franceses, aun los más conservadores, cantan La Marsellesa y se legitiman así con los incendiarios versos que exhortan a hacer de modo que la sangre de los tiranos riegue los surcos de Francia. Para hacer la política del gran capital financiero internacional, tienen que calzar el gorro frigio y vestir los paños de Mariana, en un forzado homenaje a la identidad nacional, que se confunde con la Revolución democrática y humanista.
La extrema derecha, el Frente Nacional de Le Pen, en cambio se llena la boca con La Marsellesa bronca y vinosa de la Legión Extranjera, falsa, antilibertaria, chauvinista porque para esa corriente política Francia es un mito que excluye a los extranjeros (los viles ``metecos'') y francés es todo aquél, cualquiera sea su origen, que toma de la Revolución Francesa sólo el centralismo, el autoritarismo del poder que desemboca en Napoleón, el Imperio y la grandeur.
En cuanto a la izquierda, nacida de la Revolución de 1789 y educada por las alas radicales del jacobinismo, su Marsellesa es también patriotera, sobre todo entre los comunistas, pero tiende a ser cada menos un canto nacionalista y y a convertirse cada vez más en un himno a la democracia en peligro. La Libertad combate en ella en las barricadas y con el pecho desnudo, como en el célebre cuadro de Eugne Delacroix sobre la insurrección democrática de 1830 que, por serlo, unió en la lucha a los demócratas republicanos, a los socialistas reformistas y utópicos y a los revolucionarios radicales (o sea, hoy, a los mitterrandianos, el Partido Socialista de Lionel Jospin y el Comunista de Pierre Hué y los trotskistas de diversos pelajes políticos).
Estas tres visiones de Francia y del lugar de ese país en Europa y en el mundo se combatirán en las elecciones de la semana próxima, organizadas a toda prisa y como verdadera apuesta por el primer ministro Alain Juppé, que sentía crecer el descontento social y veía aumentar las posibilidades de la izquierda, y por eso prefirió ir a las urnas cuando el gobierno todavía conserva una mayoría relativa y antes de que sea demasiado tarde. En efecto, la alianza conservadora RPR-UDR en el poder pierde impulso pues sus velas están desgarradas y agujereadas y se parece cada vez más a la Balsa de la Medusa, incluso por sus terribles peleas internas. La extrema derecha, además, lastra a ese maltrecho resto de naufragio porque cada voto que gana Le Pen es un precioso apoyo que pierden Jacques Chirac, Juppé y su coalición conservadora, la cual llega hasta la extrema derecha y por ahí se deshilacha. Por su parte, la heterogénea y no muy definida ni decidida coalición antiderechista tiene a su favor, sobre todo, la posibilidad de ganar algunos votos en el centro (o sea, en la izquierda democrática de la derecha gubernamental) pues es la fuerza que más se opone a Le Pen y a su Frente Nacional (que está creciendo y podría tener el 15 por ciento de los sufragios) y, además, la única que tiende un frágil puente hacia los movimientos sociales, que no se identifican con ella ni la siguen, pero que en las urnas podrían favorecerla.
En realidad, como siempre, las elecciones serán sólo un grosero y deformado termómetro, y lo que cuenta y contará es, precisamente, la posibilidad de ``votar'' en las huelgas, las manifestaciones, las protestas, tanto para decidir en un sentido o en otro a quienes aún no saben por quien votar o han sido desilusionados de la política por el conservadurismo del anterior gobierno socialista como para preparar las condiciones para imponerle al bloque ganador una política contraria a la que piensa llevar a cabo.
En efecto, como en Inglaterra, donde lo importante no es si Blair es Tony o tory, en Francia no hay que ver sólo al moderado Jospin sino el proceso que podría desencadenar, a pesar de él, una victoria eventual de la izquierda, y hay que estudiar cómo ese mismo proceso, por ejemplo, obliga a la derecha a prometer la semana de trabajo de 35 horas. En realidad no se votarán ilusiones ni esperanzas: será la elección del realismo desencantado. Porque un gobierno de la izquierda por lo menos no expulsará masivamente a los inmigrantes que hicieron la grandeur économique de Francia y tratará de dar a su europeísmo una leve inflexión social, concediendo así mayor espacio y más tiempo para la protesta, es decir, para la reorganización de una izquierda social y política aún muy débil y confusa, aún controlada por aparatos políticos desprestigiados, burocráticos y sectarios.