Nueva York. Dicen los entendidos que asistir a una representación de la tetralogía de Richard Wagner en un buen teatro de ópera es la máxima experiencia estética a la que se puede aspirar. Si bien hay un poco de hipérbole en tal afirmación, es indudable que se trata de un banquete escénico-musical de primer orden, que deja huella profunda sobre todo en quien asiste a una Tetralogía por vez primera. Van a continuación, pues, algunas consideraciones sobre este notable ciclo operístico (El anillo del nibelungo), a cuya representación asistí hace días en la Opera Metropolitana de esta inverosímil e hiperkinética ciudad que es Nueva York.
La primera ópera de El oro del Rhin, es la más redonda y satisfactoria de las cuatro. Es una fascinante historia de aventuras, magia y complots, narrada por Wagner con un sentido impecable de la continuidad, tanto escénica como musical. No tiene parches ni costuras y fluye como si fuera un brazo del río Rhin. En esta producción destacó un trabajo de iluminación complejísimo y fascinante, una auténtica muestra de cómo hacer teatro con la luz, a base de bruma y oscuridad, a base del movimiento lumínico perpetuo que otorga a la puesta en escena una profundidad asombrosa.
En medio de un reparto de gran calidad sobresalió, por ejemplo, la Siegfried Jerusalem como Loge, dios del fuego, catalizador de casi toda la acción de la ópera, personaje ligero mas no cómico, intrigante y astuto, que al final se niega a subir al Valhalla con los demás dioses, sabedor sin duda de que se avecinan tormentas en la cúspide. Igualmente sabrosa, la presencia de Ekkehard Wlaschiha como el enano nibelungo Alberich, el villano de este cuento. Para empezar, su aspecto teatral excelente: maquillaje y vestuario de primera, que lo emparentan con alguna criatura de Hans Giger o con el repelente barón Vladimir Harkonnen de la película Dunas, de David Lynch.
El Alberich cantado y actuado por Wlaschiha fue un nibelungo nervioso, contradictorio, cuyas labores musicales y escénicas parecen prefigurar la neurosis típica de ciertos personajes operísticos de la Segunda Escuela de Viena. Y dominando todo con su voz magnífica y su presencia imponente, el barítono James Morris en el papel de Wotan, como pivote, bisagra y motor de cuanto acontece en El oro del Rhin. Espléndidos también los torpes gigantes Fasolt y Fafner, especialmente éste último, cantado de modo impecable por el gran bajo finlandés Matti Salminen.
Entre los personajes femeninos de este Oro del Rhin, Hanna Schwarz dotó de gran autoridad moral y musical a su Fricka, mientras que la mezzosoprano sueca Birgitta Svendén hizo una estupenda Erda, llena de magia y misterio. En el entendido de que estas cuatro óperas de Wagner se prestan idealmente (en lo individual o de manera colectiva) al análisis polivalente, valga la observación de que hay en El oro del Rhin una interesante alusión a la lucha de clases, representada sobre todo por el ansia de los subterráneos nibelungos por salir a la superficie, ver el sol, cambiar de status y codearse con las razas superiores.
A la noche siguiente, después de este prólogo operístico (así lo consideró Wagner), se representó La valkiria, más espectacular quizá, pero dramáticamente menos redonda que El oro del Rhin. De hecho, su primer acto resulta un tanto estático debido a las exigencias textuales de Wagner, pero el asunto mejora en los dos actos restantes. No está de más anotar el hecho importante de que todos los personajes que aparecen en escena en La valkiria están emparentados por sangre o por matrimonio, lo que apunta hacia uno de los temas fundamentales de la tetralogía.
Aquí, todo gira alrededor de un complejo dilema moral que enfrenta a Wotan (James Morris) con su hija Brunhilda, guerrera de fiero carácter y ardientes pasiones cantada por una gran soprano, Hildegard Behrens, quien ha sido en la mejor Salomé straussiana de la segunda mitad de este siglo. Su enfrentamiento final con Wotan en la conclusión del tercer acto resultó un momento teatral y musical tan ardiente como el fuego con el que el severo dios termina por rodear a su rebelde hija.
De nuevo, el finlandés Matti Salminen dejó testimonio de sus grandes alcances, al interpretar soberbiamente al desafortunado caballero Hunding. El único punto débil del reparto de La valkiria fue el tenor Gary Lakes, quien cantó un Sigmundo sin mucha profundidad, fácilmente abrumado por las magníficas voces que lo rodearon. La dirección musical de estas dos óperas, y del ciclo completo, estuvo a cargo de James Levine, el ya legendario director titular de la Orquesta de la Opera Metropolitana de Nueva York. Musicalidad impecable, instinto seguro y un gran sentido del balance fueron sus cualidades a lo largo de esta sorprendente tetralogía.