La Jornada jueves 22 de mayo de 1997

Adolfo Sánchez Rebolledo
Cuidar el IFE

Poco a poco, en forma difusa o mediante despliegue inusitado de algunas declaraciones, viene filtrándose la idea de que hay un soterrado e insoluble conflicto entre los consejeros electorales (o un bloque de ellos) y la rama ejecutiva del IFE. A pesar de la exitosa ciudadanización del organismo, lograda en los plazos apremiantes impuestos por la ley y el calendario electoral, se infiere que la autonomía del máximo órgano electoral está en riesgo (y con ella su credibilidad) debido a la presencia subyacente e inmodificada de una vieja estructura ``ligada al PRI'' (La Jornada, 20 de mayo).

No añadiré nada nuevo a lo ya dicho en estas mismas páginas por el consejero Mauricio Merino y el director ejecutivo del Servicio Profesional Electoral del IFE, Rubén Lara León, sobre el complejo itinerario seguido para nombrar a la plantilla de consejeros y funcionarios electorales. Baste señalar que todo el proceso estuvo sujeto a los tiempos y procedimientos fijados por la ley, que fueron muy apretados, por cierto. Pero no es lo único recordable: la mayoría, si no es que la totalidad de los acuerdos en esta delicada materia se tomaron por unanimidad. Y eso es importante.

Desde el inicio se planteó una cuestión central que debía resolverse correctamente, con aliento democrático, pero también con un poco de sentido común: el nuevo Consejo General tuvo que dejar establecido si la definitiva ciudadanización del IFE, conseguida gracias a la reforma, implicaba o no la ``refundación'' del instituto o si, más bien, la nueva etapa venía a ser en realidad la culminación de un largo y exitoso proceso de profesionalización y creciente autonomía que se había iniciado años atrás.

Con acierto, el Consejo General asumió que no se partía de cero, al admitir, como lo hizo el consejero presidente, que la labor realizada por el Servicio Profesional Electoral debía considerarse ``como un capital institucional difícilmente renunciable'' y no como una pesada herencia del pasado, esto es, como el complemento imprescindible, por necesario, de la ``ciudadanización'' que estaba en curso. O, dicho en pocas palabras, el consejo asumió que la historia de la democratización del IFE no se inauguraba con la nueva ley en 1996, ni con los nombramientos de los nuevos consejeros. Pero tampoco la profesionalización de sus servidores arrancaba de la nada. A mi modo de ver, ese fue un gran acierto que debe mantenerse.

Se ha dicho que la premura impidió a los consejeros hincarle el diente a la tarea de renovar el personal ejecutivo para lograr una absoluta remodelación del IFE. Pero esa es una apreciación superficial de lo que significa en realidad la autonomía del IFE o una excusa para regatearle al organismo el apoyo que se merece. ¿Dónde estaríamos hoy si la autonomía del IFE dependiera de la sustitución del ejército de nuevos y viejos funcionarios que han venido cumpliendo con profesionalismo sus tareas desde hace varios años? ¿Podríamos mirar el futuro electoral con la misma tranquilidad?

Conseguir la autonomía definitiva del IFE supone, eso sí, un complejo proceso de construcción de una nueva red de relaciones entre el órgano electoral, la sociedad y el Estado. La ciudadanización del IFE no termina con el nombramiento de sus organismos dirigentes y ejecutivos. Ni siquiera concluye con la exclusión del gobierno en sus decisiones. Exige de parte de todos los protagonistas, incluyendo en primerísimo lugar a los partidos, un cambio de actitud, una vigilancia permanente para impedir que la renovación sea vista como un ``mero reparto de posiciones o de cargos'', como un espacio partidizable o como un coto para la disputa burocrática.

La ley que rige el funcionamiento del IFE no es perfecta, ni mucho menos. Tiene lagunas y fallas atribuibles, acaso, al tortuoso camino que llevó hasta su aprobación. Pero una cosa es superar los problemas suscitados por un diseño institucional deficiente y otro, muy diferente, aprovechar esas debilidades para sacar raja de situaciones que pueden canalizarse correctamente si todos los protagonistas --consejeros, partidos, funcionarios-- asumen una postura corresponsable y positiva ante el reto mayor: asegurar unas elecciones libres, confiables, transparentes. De eso se trata.