En muchos sentidos, estamos ante el mejor Luis de Tavira, el de la plena madurez: no en balde su libérrima versión de la obra de Lope se convierte, de algún modo, en un homenaje al hombre maduro, pleno de viril reciedumbre y generosa humanidad que al mismo tiempo es capaz de ser presa del más profundo amor. Encabalgado entre una glosa y una nueva mirada al amor a primera vista que rompe con los estereotipos habituales, el texto hace hincapié en los poderes mágicos de Fabia, que ofrece el amor como condena y como embrujamiento. Si la extraña obra de Lope empieza como una comedia de enredos que va tomando un tono trágico con la aparición de presagios, hasta desembocar en el fatífico final, De Tavira desarticula la obra para conferirle otra progresión dramática, en la que juega con el tiempo (y cuya clave puede estar en la canción del labrador, casi al final ``que de una Fabia'' oyó). Así, empieza con una hechicera sombría, acompañada de un cantaor ciego, al final de cuyas invocaciones aparece Tello con traje actual, en igual traje e igual trampa por la que sube, del final, de tal forma que cierra un círculo temporal perfecto; en el extremo opuesto de esa ropa se encuentran tanto la armadura como el vestido que luce Inés en su última aparición, que remiten al siglo XV, en el que se desarrolla la historia, mientras en todas las demás escenas el vestuario corresponde al siglo de Lope.
De Tavira dramatiza escenas narradas, como el relato de don Alonso de su encuentro con Inés disfrazada de aldeana en la feria de Medina, en la que se ofrece una de las muchas referencias del montaje, como las doncellas floridas que recuerdan a Boticelli. La enfermedad amorosa del caballero --y que lo hace hablar en verso-- se despliega antes del encuentro con Fabia y nos ofrece otra referencia, esta muy obvia, al paño de Verónica; a partir de ese encuentro, la obra sigue los cauces de comedia de enredos, la que queda al centro de las sombras. El tono de los actores se convierte en gracioso y ligero: la misma Fabia se desliza de la sombría hechicera a una bruja cuyos dobleces acentúan los caracteres de las dos hermanas: Inés, a la que poco le importa la magia de la tercerilla --muy obvia en la escena del maestro de baile en que entra y sale de una columna--; ya que ella sufre el embrujo de su apasionado amor; Leonor, la virgen prudente, la rechaza con horror. Cambia, asimismo, la escena del rey Juan, que si se diera como es en el original heriría la sensibilidad contemporánea, para hacerlo aparecer como un monarca preocupado por la unificación de Oviedo y Medina en una sola Castilla, con lo que se da el pretexto para la partida --tan llena de presagios y temores-- de Alonso hacia Medina; siendo el caballero un hombre maduro, no se podría tomar como pretexto la inquietud de unos padres que ya deben haber fallecido. El recurso, además, añade un nuevo aspecto a la muerte de Alonso. Se debe tanto a celos del rival como a pugnas políticas. El añadido de tres personajes al original, cubre las tres vertientes de la obra: el cantaor de las coplas de Lope, da fe del dolor y el mundo aciago; el maestro de baile, amén de que permite un ágil juego escénico, la gracia de la comedia de enredos; el silencioso cardenal, el mundo católico contra el que Fabia atenta.
Aunque se podría lamentar la ausencia del verso de Lope, su belleza es suplida por la bella teatralidad, que en mucho se basa en la espléndida escenografía e iluminación de Philippe Amand, el vestuario de Sergio Ruiz Martínez y el movimiento escénico de Marco Antonio Silva, pero también y en definitiva al talento de Luis de Tavira en la concepción general del montaje y en la brillante utilización de los recursos que le brindan sus colaboradores, las soluciones escénicas y el manejo de los tonos y ritmos de sus actores. El director hace aquí gala del poderío de su imaginación escénica sin los excesos de antaño; a pesar de la duración de su montaje, se podría decir que es totalmente ceñido a su propósito, sin ninguna clase de distractores externos: la espectacularidad de algunas escenas, como la de la tauromaquia no se riñe con el absoluto rigor.
Guillermo Gil dice bien el verso y la prosa, se exalta cuando es necesario, proyecta todo el valor y hombría de bien de su caballero de Olmedo. Luisa Huertas transita del horror a la gracia en esa Fabia de tantos matices. Arcelia Ramírez encarna una convincente Inés acompañada por Erika de la Llave. El Tello de Alvaro Guerrero no busca la risa fácil y Juan Manuel Bernal y Rodrigo Murray, tan débiles y aviesos como lo son Rodrigo y Fernando.