La Jornada miércoles 21 de mayo de 1997

José Saramago
brasil: un derecho que respete y una justicia que cumpla*

Es difícil defender sólo con palabras la vida (mucho más cuando ella es ésta que ve, severina).
Joáo Cabral de Melo Neto

Ojalá no entre nunca en la sublime cabeza de Dios la idea de venir algún día a estos lugares para certificar que las personas que por aquí mal viven y peor mueren cumplen de modo satisfactorio el castigo que él mismo impuso, en el comienzo del mundo, a nuestro primer padre y nuestra primera madre, cuando, por la simple y honesta curiosidad de conocer la razón por la que habían sido hechos, fueron sentenciados, ella, a parir con esfuerzo y dolor, él a ganar el pan de la familia con el sudor de su rostro, siendo su destino final la misma tierra de donde, por capricho divino, habían sido sacados, polvo que fue polvo, y polvo tornará a ser. De los dos criminales, digámoslo ya, quien tuvo que soportar la carga peor fue ella y las que después de ella vinieron, pues teniendo que sufrir y sudar tanto para parir, conforme determinó la siempre misericordiosa voluntad de Dios, tuvieron también que sudar y sufrir trabajando al lado de sus hombres, tuvieron también que esforzarse lo mismo o más que ellos, que la vida, durante muchos milenios, no estaba para que la señora se quedara en casa, de brazos cruzados, cual reina de las abejas, sin otra obligación que desovar de vez en cuando, no se vaya a quedar el mundo desierto y luego Dios no tenga en quien mandar.

Pero, si el dicho Dios, haciendo caso omiso de recomendaciones y consejos, persistiese en el propósito de venir hasta aquí, sin duda acabaría reconociendo que, finalmente, de poco vale ser un Dios, cuando, a pesar de los famosos atributos de omnisciencia y omnipotencia, mil veces exaltados en todas las lenguas y dialectos, fueron cometidos, en el proyecto de la creación de la humanidad, tantos y tan groseros errores de previsión, como aquel, a todas luces imperdonable, de dotar a las personas de glándulas sudoríparas, para después negarles el trabajo que las haría funcionar --a las glándulas y a las personas. Ante esto, cabe preguntar si no habría merecido más premio que castigo la purísima inocencia que empujó a nuestra primera madre y a nuestro primer padre a probar del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal. La verdad, digan lo que digan las autoridades, tanto las teológicas como las otras, civiles y militares, es que, hablando claramente, no llegaron a comerlo, apenas lo mordieron, por eso nosotros estamos como estamos, sabiendo tanto del mal, y del bien tan poco.

Avergonzarse y arrepetirse de los errores cometidos es gesto que se espera de cualquier persona bien nacida y de sólida formación moral, y Dios, que indiscutiblemente nació de sí mismo, está claro que nació de lo mejor que había en su tiempo. Por estas razones, las de origen y las adquiridas, después de haber visto y comprendido lo que pasa por aquí, no tuvo más remedio que clamar mea culpa, mea maxima culpa, y reconocer la excesiva dimensión de las equivocaciones en que había incurrido. Es cierto, dicho sea a su favor, y para que esto no sea sólo un continuo hablar mal del Creador, que subsiste el hecho incontestable de que, cuando Dios se decidió a expulsar del paraíso terrenal, por desobediencia, a nuestro primer padre y a nuestra primera madre, ellos, a pesar de la imprudente falta, iban a tener la tierra toda a su disposición, para que en ella sudaran y trabajaran según quisieran. Sin embargo, y por desgracia, algún otro error en las previsiones divinas no tardó en manifestarse, y ése mucho más grave que todo lo que hasta ahí venía sucediendo.

La agonía insoportable de no tener

Fue el caso que estando ya la tierra asaz poblada de hijos, hijos de hijos e hijos de nietos de nuestra primera madre y de nuestro primer padre, unos cuantos de ésos, olvidados de que por ser la muerte de todos, la vida también debería serlo, se pusieron a trazar unas líneas en el suelo, a clavar unas estacas, a levantar unos muros de piedra, después de anunciar que, a partir de ese momento, estaba prohibida (palabra nueva) la entrada en los terrenos que así quedaron delimitados, bajo pena de un castigo, que, según los tiempos y costumbres, podría ser de muerte, o de prisión, o de multa, o nuevamente de muerte. Sin que hasta hoy se haya sabido por qué, y gente hay que afirma que estas responsabilidades no pueden ser cargadas a las espaldas de Dios, aquellos nuestros antiguos parientes que por allí andaban, habiendo presenciado la expoliación y escuchado el insólito aviso, no sólo no protestaron contra el abuso de transformar en particular lo que hasta entonces había sido de todos, sino que creyeron que era ése el irrefragable orden natural de las cosas del que por entonces se comenzaba a hablar. Decían ellos que si el cordero vino al mundo para ser comido por el lobo, según se podía concluir de la simple verificación de los hechos de la vida pastoril, es porque la naturaleza quiere que haya siervos y haya señores, que éstos manden y aquéllos obedezcan, y que todo lo que no sea así será llamado subversión.

Puesto ante todos estos hombres reunidos, ante todas estas mujeres, ante todos estos niños (sed fecundos, multiplicaos y llenad la tierra, así les fue mandado), cuyo sudor no nacía del trabajo que no tenían, sino de la agonía insoportable de no tenerlo, Dios se arrepintió de los males que había hecho y permitido, hasta el punto de que, en un arrebato de contrición, quiso mudar su nombre por otro más humano. Hablando a la multitud, anunció: ``A partir de hoy me llamaréis Justicia''. Y la multitud le respondió: ``Justicia ya tenemos, y no nos atiende''. Dijo Dios: ``Siendo así, tomaré el nombre de Derecho''. Y la multitud volvió a responderle: ``Derecho ya tenemos, y no nos conoce''. Y Dios: ``En ese caso, me quedaré con el nombre de Caridad, que es un nombre bonito''. Dijo la multitud: ``No necesitamos caridad, lo que queremos es una Justicia que se cumpla y un Derecho que nos respete''. Entonces Dios comprendió que nunca tuvo, verdaderamente, en el mundo que creía ser suyo, el lugar de majestad que había imaginado, que todo fue, finalmente, una ilusión, que también él había sido víctima de engaños, como aquellos de los que se estaban quejando las mujeres, los hombres y los niños, y, humillado, se retiró para la eternidad. La penúltima imagen que vio fue la de los fusiles apuntados a la multitud, el penúltimo sonido que oyó fue el de los disparos, pero en la última imagen ya había cuerpos caídos sangrando, y el último sonido estaba lleno de gritos y lágrimas.

En el día 17 de abril de 1996, en el estado brasileño de Pará, cerca de una población llamada Eldorado dos Carajás (Eldorado: hasta qué punto puede ser sarcástico el destino de ciertas palabras...), 155 soldados de la policía militar, armados de fusiles y ametralladoras, abrieron fuego contra una manifestación de campesinos que bloqueaban la carretera en acción de protesta por el retraso de los procedimientos legales de expropiación de tierras, parte del esbozo o simulacro de una supuesta reforma agraria para la que, entre avances mínimos y dramáticos retrocesos, se gastaron ya 50 años, sin que alguna vez se hubiese dado suficiente satisfacción a los gravísimos problemas de subsistencia (sería más riguroso decir sobrevivencia) de los trabajadores del campo. Aquel día, en el suelo de Eldorado dos Carajás quedaron 19 muertos, además de unas cuantas docenas de personas heridas. Tres meses después de este sangriento acontecimiento, la policía del estado de Pará, erigiéndose en juez de una causa en la que, obviamente, sólo podría ser la parte acusada, vino a declarar públicamente que sus 155 soldados eran inocentes de toda culpa, alegando que habían actuado en legítima defensa, y, como si esto le pareciese poco, reclamó que se abriera un proceso judicial contra tres de los campesinos, por desacato, lesiones y tenencia ilegal de armas. El arsenal bélico de los manifestantes estaba constituido por tres pistolas, piedras e instrumentos de labranza más o menos manejables. Demasiado bien sabemos que, mucho antes de la invención de las primeras armas de fuego, las piedras, las hoces y los chuscos habían sido considerados ilegales en manos de aquellos que, obligados por la necesidad a reclamar pan para comer y tierra para trabajar, encontraron enfrente a la policía militar del tiempo, armada de espadas, lanzas y alabardas. Al contrario de lo que generalmente se pretende hacer creer, no hay nada más fácil de comprender que la historia del mundo, aunque mucha gente ilustrada todavía se empeñe en afirmar que es demasiado complicada para el rudo entendimiento del pueblo.

Los jornaleros del campo, perseguidos

Sobre las tres de la madrugada del día 9 de agosto de 1995, en Corumbiara, en el estado de Rond˜nia, 600 familias de campesinos sin tierra, que se encontraban acampadas en la Hacienda Santa Elina, fueron atacadas por tropas de la policía militar. Durante el cerco, que duró el resto de la noche, los atacantes usaron ametralladoras y gases lacrimógenos. Los campesinos resistieron con escopetas de caza. Cuando amaneció, la policía, uniformada y embozada, con la cara pintada de negro, y con el apoyo de grupos de asesinos profesionales, a sueldo de los latifundistas de la región, invadió el campamento, despejándolo a tiros, derrumbando e incendiando las barracas donde los sin tierra vivían. Fueron muertos diez campesinos, entre ellos una niña de siete años, alcanzada por la espalda cuando huía. Dos policías murieron también en la lucha.

La superficie de Brasil, incluyendo lagos, ríos y montañas, es de 850 millones de hectáreas. Más o menos la mitad de esta superficie, unos 400 millones de hectáreas, se considera apropiada para el uso y desarrollo agrícolas. Sin embargo, actualmente, apenas 60 millones de esas hectáreas están siendo utilizadas en la cultura regular de cereales. El resto, salvo las áreas ocupadas por explotaciones de ganadería extensiva (que al contrario de lo que en un primer y apresurado examen se pueda pensar, significan, en la práctica, un aprovechamiento insuficiente de la tierra), se encuentra en estado de improductividad, de abandono, sin fruto.

Poblando dramáticamente este paisaje y esta realidad social y económica, vagando entre el sueño y la desesperación, existen 4 millones 800 mil familias de campesinos sin tierra. La tierra está ahí, ante los ojos y los brazos, una inmensa mitad de un país inmenso, pero aquella gente (¿cuántas personas en total? ¿15 millones?, ¿20 millones?, ¿más todavía?) no podrá entrar allí para trabajar, para vivir con la sencilla dignidad que sólo el trabajo puede conferir, porque los voracísimos descendientes de aquellos hombres que primero dijeron: ``Esta tierra es mía'', y encontraron semejantes lo bastante ingenuos para creer que era suficiente haberlo dicho, esos rodearon la tierra de leyes que los protegen, de policías que los guardan, de gobiernos que los representan y defienden, de pistoleros pagados para matar. Los 19 muertos de Eldorado dos Carajás y los diez de Corumbiara fueron apenas la última gota de sangre del largo calvario que ha sido la persecución sufrida por los trabajadores del campo, una persecución continua, sistemática, despiadada, que, sólo entre 1964 y 1995, causó mil 635 víctimas mortales, cubriendo de luto la miseria de los campesinos de todos los estados de Brasil, con más evidencia en Bahía, Maranhˆo, Mato Grosso, Pará y Pernambuco, que cuentan, sólo ellos, con más de mil asesinados.

¿Y la Reforma Agraria, la reforma de la tierra brasileña aprovechable, en laboriosa y accidentada gestación, alternando las esperanzas y los desánimos, desde que la Constitución de 1946, cuando el movimiento de democratización que recorrió Brasil tras la Segunda Guerra Mundial acogió el precepto del interés social como fundamento para la expropiación de tierras? ¿En qué punto se encuentra hoy esa maravilla humanitaria que debería asombrar al mundo, esa obra de taumaturgos tantas veces prometida, esa bandera de elecciones, ese cebo de votos, ese engaño de desesperados? Sin ir más allá de las cuatro últimas presidencias de la República, será suficiente recordar que el presidente José Sarney prometió asentar a un millón 400 mil familias de trabajadores rurales, y que, pasados los cinco años de su mandato, ni siquiera 140 mil habían sido instaladas; será suficiente recordar que el presidente Fernando Collor de Melo hizo la promesa de asentar a 500 mil familias, y ni una sola lo fue; será suficiente evocar que el presidente Itamar Franco garantizó que haría asentar a 100 mil familias y se quedó en las 20 mil; será suficiente decir, por fin, que el actual presidente de la República, Fernando Henrique Cardoso, estableció que la Reforma Agraria contemplaría 280 mil familias en cuatro años, lo que significará, si tan modesto objetivo se cumple, y el mismo programa se repite en el futuro, que serán necesarios, según una operación aritmética elemental, 70 años para asentar a los casi 5 millones de familias de trabajadores rurales que necesitan la tierra y no la tienen, tierra que para ellos es condición de vida, vida que ya no puede esperar más. Entretanto, la policía se absuelve a sí misma y condena a aquellos que asesinó.

El Cristo del Corcovado desapareció, se lo llevó Dios cuando se retiró para la eternidad, porque de nada había servido ponerlo allí. Ahora, en su lugar, se habla de colocar cuatro enormes paneles mirando hacia las cuatro direcciones de Brasil y del mundo, y todos, en grandes letras, diciendo lo mismo: UN DERECHO QUE RESPETE, UNA JUSTICIA QUE CUMPLA.

* Introducción al libro Terra, testimonios fotográficos de * Sebastián Salgado, publicado por editorial Alfaguara, en diversas * partes del mundo.