El 6 de julio, después de casi 70 años, los capitalinos vamos a tener la oportunidad de elegir a un gobernante que se haga cargo del órgano ejecutivo del poder en esta ciudad, la más grande y hermosa del mundo.
En 1928, siendo Obregón presidente electo y Calles presidente en ejercicio, se decidió --por alguno de los dos sonorenses o por ambos-- modificar la Constitución y despojar a los capitalinos del derecho a elegir ayuntamientos en la capital y en los demás pueblos y villas que entonces integraban el Distrito Federal. Se atrevieron a decir en la exposición de motivos del proyecto, en un exceso de cinismo o de ingenuidad política, que era necesaria esa medida ``para evitar los peligros de las elecciones''.
Seguramente pensaban en sus contrincantes políticos del Partido Cooperatista Nacional, que en esta ciudad y en esos tiempos les ganaba casi todas las votaciones.
El capricho de los caudillos militares, triunfadores de la revolución, nos dejó así a los capitalinos, para muchos años en una capitis-diminutio, como ciudadanos de segunda, expresión que se usó durante años y años. No fue sino hasta 1988 que se hizo posible una reforma para paliar el calificativo y así se creó ese órgano híbrido --entre legislatura disminuida y ayuntamientos sin presupuesto-- que fue la primera Asamblea de Representantes.
Después, bajo la enredosa y complicada dirección de Camacho Solís, se inventó un sistema para que el Presidente de la República pudiera escoger al jefe de gobierno de esta ciudad de entre los funcionarios de elección popular del Distrito que pertenecieran al partido con mayoría en el proceso electoral inmediato anterior.
Afortunadamente, esta truculenta idea sin bases sólidas en una sana doctrina constitucional, que fue aprobada en su momento no sólo por el PRI sino también por el PAN, nunca se aplicó en la práctica. Hubiera sido un atentado abierto a la división de poderes, puesto que el Ejecutivo federal tendría la facultad de nombrar a un subordinado, tomándolo de entre los funcionarios integrantes del poder legislativo, un diputado, un senador o en el menos malo de los casos, de la híbrida asamblea.
Finalmente y gracias sin duda a la acción de los partidos, pero principalmente a la sociedad civil más exigente cada día y al EZLN, que puso en jaque al sistema, se hizo una reforma política un poco más seria y un poco más a fondo y se logró que fuera electo el jefe de gobierno de la ciudad, entidad que ahora se identifica plenamente con el Distrito Federal, tanto sociológicamente por su crecimiento desmesurado como jurídicamente por determinación legal.
Elegiremos por tanto, después de tantos años y de tantos trabajos, a un mandatario ``nuestro'', de los capitalinos, y eso por sí solo es un hecho histórico importante. Lo que nos toca a quienes no somos candidatos a jefe de gobierno del DF es escoger muy bien entre los que compiten por ese puesto, tomar en cuenta quién hace propuestas, quién lanza ataques virulentos... y elegir con sabiduría.