Hablar de las luces y las sombras que colmaron las salas donde transcurrió el Foro 17, no es una metáfora acerca de la calidad de las seis últimas obras que dieron luz a ese espacio cinematográfico, sino hacer una referencia de la iluminación que utilizaron los creadores de aquellas seis (Mosquera, Nuridsany, Pérennou, Sverak, Clark, Loach y Kusturica) y las pulsiones que me provocaron. Por ejemplo, las sombras azules que envolvieron los espacios subterráneos donde transcurre la acción de Moebius (1996) primer largometraje realizado por la Universidad del Cine, ubicada en Buenos Aires, me retrotrajo a aquel mitológico lugar denominado laberinto que creó la imaginación cretense hace cientos y cientos de años y que hoy, acorde a varios textos (Deutsch y Cortázar), transvasados al celuloide por el taller de Gustavo Mosquera y María Angeles Mira venimos a recuperar.
Porque, ¿quién que recorrió con la mirada aquellos azulosos túneles creados en la pantalla por los alumnos de Mosquera, sistemáticamente fatigados por un tren fantasmagórico, podrá dejar de evocar al minotauro, esta vez eléctrico y a la divina Tira sin principio ni fin que forjó Augusto Ferdinand Moebius (1790-1868), célebre matemático y astrónomo alemán? Si las preocupaciones topológicas y existenciales expuestas en Moebius suceden entre las sombras predominantemente azules provenientes de reflectores cubiertos de filtros, la luz que ilumina a los intratables insectos que pueblan Microcosmos (1996), alucinante documental de los cineastas franceses Claude Nuridsany y Marie Pérennou, es solar y lunar. Rayos deslumbrantes que otorgaron blancura al cúmulo de nubes de la secuencia inicial y que posteriormente descendieron hasta la tierra para filtrarse con cambiantes reflejos, entre las heridas, o reflejarse sobre charcos, lodazales, lagunas para otorgar presencia a los rituales de aquellos diminutos seres que según los entomólogos heredarán muy pronto nuestro planeta.
Olvidémonos de próximas catástrofes y acerquémonos a Espíritu de cristal (Carla?? Song, 1996) obra del británico Kenneth Loach, para transcribir en el papel las pulsiones que me produjo la iluminación de los dos espacios fundamentales donde transcurre la trama de la película. Debo dejar constancia de la luz incierta (solar y eléctrica) que señorea Glasgow y que vino a enmarcar la titubeante relación entre el intrépido conductor George (Robert Carlyle) y Carla (Oyanka Cabezas) la neurótica guerrillera nicaragüense. En otra --segunda e intermedia-- recojo la luz indefinida que envolvió el jet en cuyo interior viaja la pareja rumbo a Nicaragua y que inspiró a Carla los flash-backs a propósito de sucesos bélicos. Asimismo, no olvido la intensa y deslumbradora luz solar que acompañó siempre a George y a Carla por los tropicales caminos a la búsqueda del pasado y sus lacerantes consecuencias.
Para continuar apuntalemos a través de una breve descripción la iluminación totalmente natural que cobijó los incensantes latidos, plenos de sexo, drogas, violencia, sida, que colmaron aquella rebanada de vida (cine-directo al clásico estilo de los años sesenta) titulada Kids (1995) que recogió en los fotogramas, gracias a la habilidad técnica de Larry Clark (cineasta independiente), 24 horas de vida de un sector de la adolescencia neoyorkina. Iluminación de preciso contenido documental al servicio de una cámara en perpetuo movimiento (Eric Edwards). En cambio, Kusturica, el multipremiado cineasta yugoslavo, maneja en su agobiante filme Había una vez un país... (1995) una iluminación cambiante que no sólo precisa los periodos históricos que articulan su discurso sino también los estilos narrativos que presenta durante 167 minutos. Por ejemplo, para remarcar la dramaticidad de los sucesos que ocurren en el sótano entreteje luces y sombras a la manera del expresionismo alemán de la segunda década, para las secuencias surrealistas tonos indefinidos al estilo de las obras iniciales de Buñuel y para los stocks shots de contenido documental --originalmente realizadas en blanco y negro-- un ``glorioso technicolor''.
Terminemos este texto a propósito de uno de los elementos expresivos de la cinemática haciendo una consideración acerca de la iluminación que prendió Jan Sverak (Zatec, República Checa) para dejar constancia en Kolya (Oscar por mejor película extranjera, 1997) de la problemática antilibertaria que fatigó a Louka (anciano chelista) y a Kolya su pequeño hijo adoptivo antes del colapso de la burocracia comunista. A mi entender Sverak y su director de fotografía Vladimir Smunty manejaron una iluminación profesional acorde a la sensibilidad del negativo sin matices espectaculares que vinieran a subrayar acciones determinantes.