Quienes confían en las estadísticas nacionales aseguran que los países de desarrollo medio (España y Taiwán, por ejemplo) invierten en sus sistemas educativos no menos del 8 por ciento del PIB. Las grandes potencias destinan entre el 9 por ciento y el 11 por ciento. Japón y Alemania dedican 14 por ciento y 15 por ciento, respectivamente, de sus ingresos totales a sostener regímenes educativos que se han vuelto célebres. Una sabiduría elemental diría que la ecuación es simple: a más inversión en educación más desarrollo y bienestar.
De esta aritmética no se alimenta precisamente el abandono de la educación pública que condensa los yerros probables y los improbables del verdadero currículum de la tecnocracia. La escuela pública vive, a cada día, su propio 20 de diciembre. La ciencia de esta desolación reside en vindicar, como inevitable, una política del desprecio. Entre 1988 y 1996, el gasto público en educación se redujo al angustioso promedio del 4.2 por ciento del PIB. Yemen --que atraviesa por una guerra civil--, Líbano --en reconstrucción después de otra guerra civil-- y Kempoala --apenas perceptible en el mapamundi-- invierten casi el doble. Si se le mide por el grado de analfabetismo, la deserción escolar, el número de plazas-alumno y de bibliotecas, laboratorios e instalaciones deportivas, calificación o descalificación magisterial, eficiencia terminal y otras nociones modestas que prescinden de cualquier intento de comparación con sistemas educativos más desarrollados, la ``modernización'' de la educación mexicana de los últimos diez años nos ha devuelto, en términos proporcionales, a los años veinte.
¿Qué es la educación si no el afán de una nación por invertir en su capital --y el capital-- más preciado y determinante: el capital humano y social? No en la contabilidad de una política económica inspirada en el puñado de dogmas que colocan, por encima de cualquier duda racional, a la ``eficacia'' de los mercados financieros, la inversión extranjera y la estabilidad de precios. Para los huidizos administradores ¿políticos? que hoy especulan con la conducción del Estado mexicano, la educación pública no es una inversión sino un gasto: un ``renglón altamente inflacionario'', dice el breviario de sus lugares comunes. La alfabetización de un niño tzotzil representa décimas de un dígito; la dotación de libros en Tlaxcala, más décimas de otro dígito; los salarios del magisterio, una suma ``peligrosa'' de dígitos. En esta gramática, una política antinflacionaria significa eternizar el analfabetismo tzotzil, dejar a Tlaxcala esperando inúltilmente Mi libro de texto y exhumar maestros con salarios de 60 centavos de dólar la hora.
¿Es realmente ``inflacionaria'' la inversión educativa?
Si se prescinde de utopías como el bienestar mínimo y la igualdad de oportunidades, menos educación significa, de inmediato, más crímenes, más desempleos, más hampa, más descalificación, es decir, más policías, más ejército, más burocracias dedicadas a desarmar conflictos sociales y menos productividad y laboriosidad. La ciudad de México gasta más en perseguir al hampa que en educar a sus hijos. El fetichismo monetario de ahogar el gasto social no ha hecho más que trasladar la inversión dedicado a cultivar escuelas al gasto --también social e inflacionario-- empeñado en corregir una semiguerra urbana, cuya única solución está, paradójicamente, en aumentar la calidad y la extensión de la educación. El salario de un policía es tan inflacionario como el de un maestro, sólo que mucho más incendiario.
El problema es la opción. Optar por conceder salarios dignos --la dignidad comienza por la responsabilidad frente a la condición del otro-- a los maestros obligaría al fetichismo antinflacionario a descubrir una sociedad ahí donde sólo encuentra las aguas gélidas (y cada día menos tranquilas) de la ingeniería monetaria.