Pedro Miguel
Kinshasa es un espejo

La magia de la información globalizada te permite ser una celebridad anónima. Millones, cientos de millones de espectadores televisivos y de lectores de diarios pueden asistir a la intimidad de tu martirio y de tu muerte sin tomarse la molestia de descubrir el nombre que llevabas en vida. Tal fue el caso del hombre de zapatos cafés y vestimenta azul que fue llevado al matadero a golpes de canana y luego fusilado de espaldas por la soldadesca de Kabila. Todos vimos caer su cuerpo sobre el polvoriento suelo de una calle de Kinshasa. Ap nos invitó al espectáculo de su agonía, en el que sólo faltó el crédito del protagonista. Lo recordaremos por un tiempo como un hombre de zapatos cafés y como presunto esbirro de Mobutu Sese Seko, pero no sabremos nunca cómo se llamaba.

Desde Kinshasa llega el olor persistente de la barbarie. En las calles, los niños vitorean a las hordas triunfantes que derrotaron al viejo dictador zaireño, hacen con los dedos la ``ve'' de la victoria y gritan ``liberté''. De ahora en adelante asociarán esa palabra con los cadáveres de los mobutistas ejecutados, con el saqueo y la venganza, así como antes ``progreso'' y ``desarrollo'' significaban corrupción sin límites y férrea represión. Mal comienzo para algo que quiere llamarse liberación o revolución y que desde antes de serlo se presenta ante el mundo bajo la forma de sanguinarias revanchas tribales y políticas.

Pero en el ascenso al poder de Laurent Désiré Kabila ni siquiera la amplia cobertura gráfica resulta novedosa. El corazón de Africa ha padecido en lo que va de la década una cadena de tragedias -¿nacionales?- con sus respectivas dosis de matanza, hambruna y bestialidad. En el lado de acá del hemisferio sur, hace apenas unas semanas, Alberto Fujimori se hizo retratar, sonriente y orgulloso, frente a los cadáveres de los asaltantes de la embajada japonesa en Lima. No han terminado de convertirse en restos áridos los últimos muertos de la carnicería bosnia. Los judíos, gitanos, comunistas y demás víctimas de la ``solución final'' puesta en marcha por los nazis para construir una Europa aria, amable y civilizada, fueron introducidos en las cámaras de gas en tiempos en que existían ya los teléfonos, la radio, los automóviles, los vuelos trasatlánticos y las rotativas. En la era de Internet, los faxes y las drogas inteligentes, no pasa un mes sin que un tribula estadunidense ordene inyectarle veneno o matar de asfixia a algún hijo de familia destruida.

Kinshasa tiene la virtud incómoda de funcionar como espejo donde pueden apreciarse las verrugas y las llagas de una propuesta civilizatoria que se pretende mundial (¿o no fueron los gobiernos de Francia y Estados Unidos nodrizas titulares de Mobutu durante varias décadas?), pero que se deslinda de sus zonas periféricas en cuanto un pobre hombre de camisa azul y pasado incierto es asesinado a mansalva en las calles de la capital zaireña, hoy nuevamente congolesa. Pero aun en esos momentos de marcar las distancias permanece un vínculo entre la sociedad que produce filosofía analítica y máquinas de resonancia magnética y la que genera cadáveres anónimos: es la misma clase de nexo que existía entre el espectador y los actores en el circo romano.