Hace poco más de mil años, conforme las cabezas de los dioses helénico-romanos empezaron a sonar a hueco, brotaron angustias existenciales muy similares a las que hoy hierven en nuestros espíritus bienpensantes. Tales fueron los casos de las últimas doctrinas salvacionistas de la sofística griega que, sin poder o querer ver la raya demarcatoria entre lo falso y lo verdadero, adhirieron al estoicismo y el escepticismo, el cinismo y el epicureísmo con un estado de ánimo tan perturbador y desconcertante entonces como ahora.
Los estoicos creían que el hombre virtuoso era aquél que dominaba sus pasiones, que carecía de emociones y que se sometía por completo a las riendas de la razón. Actualmente, su espíritu merodea entre los psicólogos de la sociedad de consumo y los expertos en ``marketing electoral'', en los organismos financieros internacionales, en en los tenebrosos pasillos del complejo militar-industrial y en universidades de prestigio donde tratan de explicar que la economía obedece a ``leyes exactas''. En cambio, los escépticos decían que para lograr la felicidad hay que vivir sin preocupaciones. Negaban que las sensaciones sean prueba de verdad o de que el razonamiento conduzca a la certidumbre. Para los escépticos es imposible valorar si los actos del género humano son buenos o malos. Hoy podemos identificarlos entre los dictadores y gobernantes que justifican los medios para alcanzar los fines y en los políticos que confunden ley y derechoo.
A su vez, los cínicos aseguraban que todos obramos por egoísmo. Acaso por esto su etimología resulte sugerente: ``perro'' y, por extensión, ``canino'', ``canalla''. La leyenda cuenta que Diógenes, uno de los cínicos más representativos, alcanzó mucha fama pues tal era el desencanto que sentía por los hombres que llevaba en pleno día una linterna encendida para buscar al ``hombre que no lograba encontrar''. No obstante, antes de volcarse a la filosofía Diógenes se dedicó a las finanzas hasta que huyó de su país por malversación de fondos. Pero a diferencia de los banqueros modernos, Diógenes sintió tantos remordimientos que optó por despreciar todo tipo de riqueza y murió haciendo artes manuales. En todo caso, se ignora si sus acreedores dieron con él.
Por su lado, los epicúreos enaltecían los sentimientos, la abstención política y la total indiferencia hacia la vida social. Pioneros de un individualismo singular (pues su pacto de bienestar incluía a los adherentes pero excluía a los intrigantes) los epicúreos recomendaban practicar una vida sana, comer verdura y dar saltitos a lo Jane Fonda para acabar con los ``rollos intelectuales''. Se trata de sentir mucho-mucho y de concentrarse en los misterios del obligo y otras latitudes del cuerpo. Creyentes de la era de Acuario los neoepicúreos ponen cara de asco cuando se les comenta que la desocupación y la pobreza también existen.
Entre los epicúreos de ayer y hoy, luchar por una sociedad más justa es nada en comparación con la importancia de abrazarnos, tocarnos y mirar a los ojos con esa profundidad que los psicoterapeutas consiguen en muchos años de práctica. Todo consiste en ``no conceptualizar'', en ser ``uno mismo'' y en ``darse cuenta'' (awaareness). En buenos Aires, Santiago de Chile y México, los seguidores del neoepicureísmo son legiones. Y es que en la era de la flexibilidad laboral, las microempresas de las clases medias en bancarrota garantizan una fórmula de salvación espiritual insuperable: a ideas cortas, terapias brevísimas.