La rápida ranura que los dejó ver el agua al abrirse mostró que había oro en las piedras. Un destello fugado del fondo al pasar los cascos de los caballos a trote, como sacándole chispas al río.
La educación bíblica de Abraham le hizo recordar el pasaje de las aguas del Mar Rojo, abiertas por el hechicero de la zarza ardiente y las tablas de la ley, otra vez con la complicidad demandante del tal Yavhé.
Rechinó en la montura Abraham, y gritó abrupto, en vista de lo que saltaba en el cabalgar de la peonada.
--¡Aquí¡
``Oro'', tenía en mente, como todos. Salazar se apeó con presteza y metió las botas en el río y después las manos y tentó el fondo.
--Hay- dijo, alzando la vista hacia Abraham, junto a él pero todavía a caballo y además a contrasol, así que bajó el ala del sombrero para distinguir la cara que ponía el jinete, quien no puso ninguna.
La peonada, que empezaba a aburrirse, después de pasarse la mañana cantando baladas de cantina y gastando bromas infames e inagotables, reaccionó con júbilo. También rápido se apearon los trabajadores y desamarraron los picos y los marros. Abraham sabía que ni Salazar ni Güemes, y menos el ingeniero Rocha, pensaban encontrar oro tan pronto. El sí, porque le habían dicho los de Jupilas, que en esta mera parte del río, ``donde vadea'', le habían dicho, rebrillaban los chispazos, y que eran de buen ver.
Ya disponían los cernidores en sus trípodes los más astutos de los peones, mientras Rocha, austero según su modo, repartía órdenes breves. Sólo Abraham se mantenía, como por terquedad, arriba en su caballo. ``Lo sabía, que aquí iba a haber'', pensaba, sin disfrutar plenamente el triunfo. No encontraba chiste, o mérito, al hallazgo de una veta que podría ser importante. El oro había dejado de importarle.
En la bruma del día pudo discernir una columna de humo tras la primera arboleda. ``Gente pacífica'', le habían dicho los de Jupilas, ``no saben lo que es el oro''.
Era probable que aparecieran en algún momento. (Pero no, no lo hicieron.) Abraham cruzó el río entre los peones, que ya trozaban piedra para el rebalse, espoleó su animal hacia la boscosidad y se metió por ella. Sintió curiosidad del pueblo, y tenía el pretexto de que exploraba, y la idea, un tanto peregrina, de que buscando oro combatía la soledad.
La aldea de donde nacía el humo, Concepción Carranza, era sólo un puñado de casas. No más que una familia amplia de colonos ancestrales. Una anciana a horcajadas sobre una lona, las piernas abiertas y una gran cesta plana entre los muslos, desgranaba mazorcas. Un hombre y una mujer, de edad indefinible, y muy hermosos, debió reconocer Abraham, vinieron a recibirle, hospitalariamente ceremoniosos. Entonces sí juzgó apropiado bajarse del caballo, pero no lo hizo.
El hombre, que parecía al tanto de lo que ocurría en el vado, después de las buenas tardes le dijo:
--Encontraron. Está bueno de ustedes. Otros también buscan, han venido a preguntar, pero nunca decimos. Ustedes lo hallaron por su cuenta, por algo será. Ojalá lo merezcan.
Abraham no solía encontrar desconocidos tan locuaces y expositivos. Acostumbrado a expresarse en frases breves y aisladas, hizo un esfuerzo:
--Gracias. Allá quedaron trabajando.
Luego se sintió obligado a opinar que él y sus compañeros no merecían más que los que habían venido antes o vendrían después. El hombre desdeñó la opinión.
--No puede saberse.
La mujer, peinada con una robusta trenza entre listones, brilló el negro de sus ojos en una dulzura no exenta de amenaza, le tendió a Abraham una pithaya bien madura como regalo y le dijo:
--Tenga para que coma y no vuelva.
Le tomaría después una sucesión de experiencias fallidas comprobar que a partir de ese momento la arboleda sería una muralla infranqueable, que una vez que él saliera de Concepción Carranza, jamás regresaría.
Extendió la vista y encontró varios pobladores, todos muy ancianos. Era la fama, en Jupilas, de la gente de Concepción Carranza; lugar donde la gente casi no muere. (``Y casi, no nace'', comprobó Abraham ante la casi ausencia de niños, y este ``casi'' era nada más por si las dudas.)
Cuando regresó al vado, los peones ya separaban las primeras muestras de rebaba áurea, que se echaba de ver que era buena. Por fin dejó el caballo y se unió a la labor de los rebalses. Nadie lo había echado en falta, ni siquiera el quisquilloso y obtuso ingeniero Rocha.
Y es que el oro cambia a los hombres. Más, a los que lo viven buscando. Cuando lo encuentran, Abraham los ha visto tantas veces, de milagro no olvidan hasta su nombre de pila, los pobres.