La Jornada Semanal, 18 de mayo de 1997
Javier Marías, autor de Mañana en la batalla piensa en mí entre otras obras que lo han situado como uno de los principales novelistas de nuestro tiempo, inicia con este artículo sus colaboraciones en La Jornada Semanal. Premio Rómulo Gallegos y autor del año en Alemania, Marías acaba de publicar en España Mano de sombra volumen que recoge sus incursiones en el periodismo. Hace tres días fue galardonado con el premio Impac 97 por su novela Corazón tan blanco, una de las distinciones más importantes en el mundo para obras de ficción. El libro de Marías fue seleccionado entre 113 novelas de 49 países.
El presidente del Perú, Alberto Fujimori, debe de haber leído poca literatura y visto poco cine, o sólo libros y películas malos y efímeros, que no perduran en la memoria ni dejan huella, que se confunden entre sí porque son intercambiables, como Stallone y Van Damme y el peor de todos, esa pepona mamporrera llamada Steven Seagal. De lo contrario, Fujimori no estaría tan ufano de su supuesta machada; no se habría pavoneado con chaleco antibalas junto a sus cadáveres calientes, ni habría alzado histéricamente los brazos como un entrenador de futbol, ni se habría jactado ante las cámaras del mundo con un grotesco puntero en la mano para explicar cuántos y cuán astutos cojones tiene, y que se me perdone la expresión, pero es aquí la que cuadra.
Si Fujimori hubiera leído mejores novelas y visto mejor cine, sabría que el sesgo de las historias solamente se ve al final; que personajes malvados pueden salvarse a ojos del lector o espectador por un último gesto impensado que los redime; que los ``buenos'' pueden resultar odiosos si subrayan en exceso su bondad, o se valen de ella para abusar, o carecen de pesadumbre y piedad a la hora de su victoria si para alcanzarla han hecho muertos. También sabría que la imagen de perdedor es la que prevalece en quien acabó perdiendo, y que cuanto hiciera antes cuenta ya poco desde que se echó su suerte, tal es la fuerza de los desenlaces. Habría aprendido que a los pobres y a los desheredados se les puede explotar y despreciar y castigar, y la prueba es que se viene haciendo desde tiempo inmemorial, pero no se puede uno ensañar con ellos y quedar impune, no para siempre. No debe menospreciarse la justicia poética.
En todos los acontecimientos de la vida hay un elemento estético que no tiene que ver necesariamente con los análisis objetivos, ni siquiera con la razón a veces. La foto que la prensa ha sacado estos días, del apresurado y escamoteado entierro de Néstor Cerpa, el Comandante Evaristo al frente del comando que ocupó la Embajada del Japón en Lima, es la imagen de la desolación más absoluta: en un descampado, un puñado de ``amigos y familiares'', según el pie, tan rurales, tan pobres, tan cabizbajos, tan descamisados que sólo verlos inspira lástima.
La simpatía hacia ese grupo guerrillero o terrorista, lo mismo da, era escasa hasta el 22 de abril. Habían secuestrado a centenares de personas y se habían quedado con setenta y dos rehenes, a los que habrán hecho sufrir lo indecible. Pocas cosas más bajas y crueles hay que el secuestro, porque a la falta de libertad impuesta se añade la incertidumbre de lo que ocurrirá. Es más cruel que la cárcel, donde al menos los presos saben cuánto les tocará estar allí, y tienen el consuelo de la cuenta atrás. Lo que ha logrado Fujimori es fantástico: en la media hora que duró el asalto, liberó a todos los rehenes menos a uno (casualmente un enemigo político suyo), sufrió tan sólo un par de bajas entre sus tropas adiestradas y mató a los catorce miembros del MRTA, ni uno solo salió vivo. Pero también ha conseguido la compasión del mundo hacia los perdedores. Así que no calculó tan bien. No tuvo en cuenta que esas catorce personas no mataron a nadie, al menos en esta toma de la Embajada japonesa, antes no sé; que no maltrataron a sus prisioneros; que no quisieron disparar contra ellos cuando se vieron atacados; que su acción había sido espectacular y sostenida; que eran pobres; que eran vagamente románticos en su criminalidad.
Pero hay más. En un primer momento gran parte del poderoso mundo libre celebró la hazaña. Pero si se reflexiona un instante, ¿en qué consistió la machada? Ciento cuarenta soldados entrenados, fuertes y despiadados, con el mayor dispositivo militar posible, abatieron a catorce terroristas -diez contra uno, justo- de los cuales sólo cuatro eran hombres hechos y derechos. Había entre ellos dos muchachas adolescentes, una al menos quiso rendirse pero fue ajusticiada. Fujimori no quería prisioneros ni supervivientes que pudieran hablar, sólo cadáveres. Así, se ahorró lo que la civilización nos ha enseñado a querer hasta para los peores criminales: un juicio. El dictó la sentencia y luego subió las escaleras para admirar su obra, aunque le temblaba la mano sobre la barandilla. Si hubiera leído más, sabría que la gente quiere a la postre a Zapata y a Jesse James y al Grupo salvaje, no a quienes los mataron. Y habría sabido que así se crean los mártires, los héroes y las leyendas. Y si no, al tiempo.