Permítanme ustedes platicarles del alumbramiento de mi segundo libro: Reflexiones privadas. Testimonios públicos (Océano, 1997, 389 páginas). Resulta más robusto que el anterior, La democracia que viene (Grijalbo, 1989). Tiene 300 cuartillas más que su hermano mayor y deja el terreno de la ficción política (aunque mis predicciones se han cumplido). Se orienta francamente al acontecer político real y hace un recuento de experiencias vividas.
Déjenme contarles que me pasé un año entero escudriñando mis recuerdos e integrándolos a una inteligente investigación de Dominica Ocampo. Cada semana expuse mis trabajos en el taller de Agustín Monreal, maestro crítico, respetuoso pero severo, quien sin compasión me rechazó centenares de páginas donde me despegaba del tono verista, intimista, muchas veces doloroso, propio de un libro que se cuenta en primera persona.
Una vez terminado y entregado este libro a mi editor y amigo Rogelio Carvajal, busqué como cosa natural una ``sana distancia'' con el texto. Ahora lo he leído completo para atender a su presentación pública el jueves pasado. Me parece hoy un relato muy interesante con destellos de fobias y filias, anecdotario, algo de sal humorística e incluso granos gruesos de chisme. Resume no sólo mis recuerdos sino los de mi generación y, si me apuran un poco, de miles de mexicanos que se han interesado vivamente en la política durante los últimos años. Quizás debería subtitularlo ``La historia de todos nosotros''.
El primer actor es la vida del sistema político, bóveda bajo la cual hemos vivido varias generaciones, disfrutando primero de la estabilidad y prosperidad que generó, y después como espectadores, cómplices y víctimas de su irrefrenable y desgarradora decadencia. Llama la atención la incapacidad de las élites mexicanas para encontrar alguna salida al sistema de presidente monarca y partido único. Tomemos en cuenta que la decadencia era evidente en el lejano año de 1968. Han pasado cinco periodos presidenciales, cinco crisis y multitud de desastres y rupturas para que podamos entender que nuestra única alternativa de modernización política es la democracia.
Déjenme darles una nota de optimismo. Junto con la línea de decadencia aparece la de transición. Las dos son paralelas. No es una cuestión bizantina determinar cuándo empieza la transición. ¿Con las manifestaciones multitudinarias de 1968? No, Díaz Ordaz aplastó esta iniciativa. ¿Con la apertura democrática de Luis Echeverría en 1971? No, aquella línea terminaría por reforzar al sistema. ¿Con la reforma de José López Portillo y su ilustre ministro, Jesús Reyes Heroles, en 1977? No, estos cambios quedaron anulados en el sexenio siguiente. ¿Sería el punto crítico las elecciones de Chihuahua de 1986, en que el PAN desafió al sistema y una oleada de opinión pública rechazó el fraude? ¿O fue en 1987 cuando Cuauhtémoc Cárdenas, Muñoz Ledo y sus compañeros rompieron con el PRI? ¿O en 1988, cuando las oposiciones retaron al presidente De la Madrid, decidido a imponer el continuismo? ¿Habrá sido en el momento en que se cayó el sistema? ¿Sería cuando el gobierno de Salinas, con la presión y la alianza del PAN, produjo ciertas reformas? No, esa fue la ``democracia selectiva''.
Una transición se inicia cuando los actores políticos mayores se reconocen unos a otros y firman un acuerdo fundamental de reforma. Esto sucedió hasta el 10 de enero de 1994. El impacto que causó en la conciencia nacional el levantamiento de los Altos de Chiapas provocó la última reforma del salinato. Pero la hegemonía siguió funcionando.
Los cambios sólidos aparecen tan tardíamente como en los últimos dos años. La cadena de casi 30 elecciones locales no impugnadas en las que se produce el fenómeno de la alternancia y una reforma electoral constitucional aprobada por unanimidad, rompen con los precedentes. Ya no podemos seguir especulando: estamos en la transición. El episodio decisivo se producirá quizás en unas cuantas semanas. Si los opositores ganan gobernaturas clave y hacen perder al PRI el control del Congreso, la transición entrará en su auge. Pero el fenómeno mayor estará en las calles, en las plaazas, en las empresas, en las iglesias, en las universidades y escuelas, y sobre todo en la mente de las gentes, y por eso el fenómeno se ve como un aluvión que no puede contenerse. Valió la pena narrarlo. Es más emocionante vivirlo y luchar porque se complete.