Tóxicos y lápidas a la Clinton: segunda versión del TLC, o un enfoque alternativo sobre la visita del presidente de EU a México, del 6 al 7 de mayo de 1997. Lápidas, porque a final de cuentas, Clinton pareció subsanar los desencantos del primer TLC (Tratado de Libre Comercio), y reoxigenar sus propósitos estratégicos; sobre todo el de conservar para siempre (como lo hacen las lápidas con todo cadáver) la ``modernización'' salinista de México, por demás acorde con los intereses cupulares de EU. Y tóxicos, porque para disimular ese empeño, su visita estuvo plagada de gestos apaciguadores del nacionalismo mexicano (notablemente, el de colocar una ofrenda en el Monumento a los Niños Héroes).
Vista así, la visita de Clinton resultaría mucho más trascendente de lo que pareció. Tal vez los historiadores la registrarán como el acto fundacional de la transición de México hacia una suerte de protectorado y como el martillazo que reapuntaló los cimientos de una vecindad muy lucrativa para los habitantes mexicanos-y-estadunidenses del penthouse, pero muy dañina para todos los demás. Penosamente, otra oportunidad histórica para edificar una vecindad en verdad sana y fructífera, democrática, volvió a desaprovecharse.
Ninguno de los acuerdos alcanzados con la visita de Clinton se orienta a cerrar la brecha de desigualdades entre México y EU. Ni siquiera se orientan a desactivar los subproductos más explosivos de la, por demás viciada, relación bilateral. ¿Era mucho pedir un compromiso serio de Clinton para poner fin al conflictivo expediente de la certificación antidrogas, o para dejar de manipular el fenómeno migratorio, o para frenar el creciente antimexicanismo en su país, o para dejar de violar el primer TLC?
Lejos de ello, la visita sirvió para realimentar el vicioso círculo de las nuevas exigencias de EU (sic) y las nuevas concesiones de México (doble sic). Sirvió para cobrar --y muy caro-- la factura de un apoyo --muy discutible-- del amigo Clinton al amigo Zedillo (finalmente, ambos egresados de Yale University).
No por casualidad, sino porque se consolida como el moderno ariete intervencionista de EU, la lucha contra el narcotráfico fue lo que absorbió el grueso de las nuevas exigencias/concesiones. Tal vez destacan: el entierro del INCD (a manera de regalo pre-visita) y su reemplazo por la Fiscalía Especial para la Atención de los Delitos contra la Salud, el aumento de los agentes de la DEA (12 más para el interior de México y otros 21 para la frontera), la multiplicación de las extradiciones (así sean ``temporales''). Y, en fin, algo que podría verse como una retractación del propio presidente mexicano (ver La Jornada, 4/V/97) y como un puente hacia el protectorado judicial: los acuerdos para que la policía antinarcóticos de México ``no sólo sea entrenada, calificada y equipada por EU, sino (de plano) operado'' (Carlos Ramírez, La Cr isis núm. 73 10/V/97).
Ese puente apareció con toda crudeza gracias al ``impresionante --e insultante-- aparato de seguridad que se desplegó (...) para proteger al presidente norteamericano'', y que ``fue controlado de principio a fin por los norteamericanos directamente'' (Lorenzo Meyer, Reforma, 15/V/97). Lo que, sumado a la sistemática represión de manifestantes por parte de las autoridades mexicanas, pone en entredicho el interés de EU en la democratización de México. Más bien parece confirmar, junto con la visita toda, el respaldo a un régimen autoritario pero, eso sí, adicto a los palos y a las exigencias de la gran potencia.
Crece el espectro de un fujimorazo a la mexicano-americana. Ahora agravado por una élite política que parce buscar en su contraparte estadunidense, ya no un aval, sino un padrinazgo. Y agravado por un padrino dispuesto a intervenir cada vez más de lleno en la política interna de México, y ya no sólo en las elecciones presidenciales.
Si todo ello es así, más vale saberlo y decirlo. Porque la relación México-EU está urgida, no de arreglos oscuros ni de visitas intoxicantes, sino de acuerdos transparentes y de vecinos --visitadores o no-- en verdad amistosos, visionarios. ¿Puede llamarse democrática y puede ser provechosa una transición tutelada desde EU? ¿No sería mejor, para todos, (re)comenzar con un Tratado de Libre Autodeterminación? ¿Cuándo y quién nos visitará para firmar ese otro Tratado? Y, sobre todo, ¿qué gobierno mexicano se atreverá a exigirlo?