Jean Meyer
Nicolas y Vladimir

Son dos muertos estorbosos. Perdonen la familiaridad abusiva. Hablo de Nicolas Romanov, con el número II, el último zar de todas las Rusias y de Vladimir Ilich Ulianov, mejor conocido como Lenin, el primer Amo de las Rusias bolcheviques. Ninguno de los dos ha recibido sepultura cristiana, ninguno de los dos está enterrado ni descansa en paz en donde les tocaba, en Leningrado, perdón, en San Petersburgo; Nicolas, en la catedral San Pedro y San Pablo, al lado de sus antepasados; Vladimir, al lado de su madre, en un panteón de la ciudad diseñada por Pedro el Grande.

El cuerpo momificado de Lenin se encuenta en el mausoleo faraónico de la Plaza Roja, en el Kremlin. Bella durmiente, Blanca Nieves en su ataúd de cristal, ``mientras viva ese cristal, en cualquier instante la Unión Soviética, la doctrina comunista y la roja realidad comunista pueden restaurarse''. Así delira el editor de Zavtra, el periódico nacional-comunista.

Hace poco el mausoleo se reabrió al público después de que la momia recibiera su tratamiento anual. En esa ocasión, Boris Yeltsin se preguntó si no se acercaba el momento de realizar los deseos del difunto, tal como los expresaron en aquel entonces, en 1924, su viuda, Trotski y Bujarin: enterrar su cuerpo lejos de Moscú. ``¡Sacrilegio!'', gritaron los diputados comunistas citando al evangelio según San Mateo.

En cuanto a los pobres huesos de Nicolas, asesinado con toda su familia y sus servidores, bajo orden del poder bolchevique y canonizado por la Iglesia Ortodoxa Rusa en el Exterior, tampoco pueden descansar. Los obispos de la otra Iglesia Ortodoxa, la que reconoció el poder soviético, están divididos sobre la oportunidad de canonizar al zar. Para ganar tiempo exigen más pruebas de la autenticidad de los restos encontrados en 1991. Los análisis genéticos han sido perfectamente positivos pero mientras las osamentas de Nicolas siguen en la caja No. 4, en el tercer piso de la morgue municipal en Ekaterimburgo, lugar de la matanza de 1918.

Monarquistas y clérigos quieren canonizar a Nicolas. Comunistas y nacional-bolcheviques insisten en la nobleza de la familia de Lenin y no dudan en compararlo a Cristo. El patriarca Alexel pospone los funerales religiosos del primero y sugiere al presidente Yeltsin no hacer nada con la momia del segundo, que pudiese ``traumar más a la población''.

Lev Timofeyev, disidente valiente en tiempo de la URSS, tiene una buena idea en cuanto a Blanca Nieves: ``arrendemos el mausoleo, con todo lo que contiene, al partido comunista. Conservando de esta manera un objeto de culto, el gobierno mostrará que puede ser comprensivo tanto con los sinceros sentimientos religiosos de la base comunista, como con los intereses comerciales de la cúpula del partido, para el cual el cadáver del líder es un cómodo objeto de especulación política''. Con la ventaja que no será más a expensas del erario público, de los contribuyentes.

¿En dónde se encuentran entonces nuestros amigos rusos? ¿En un callejón sin salida de la historia? ¿En una historia sin fin? Eduard Radzinski, dramaturgo e historiador, afirma que Rusia no tendrá paz mientras no cierre el capítulo de la revolución, dándoles una sepultura decente a Lenin, al ordenador de la matanza de Ekaterimburgo y a sus víctimas.

Quizá es aún prematuro y, en tal caso, es mejor que siga el cadáver insepulto de Lenin en la principal plaza de su capital. Pero, como dice Timofeyev, que aquéllos que continúan explotándolo en su provecho le paguen a la sociedad. Si no quieren enterrar al cadáver, es asunto de ellos y tarde o temprano el mausoleo se convertirá en uno de los tantos kioscos como los que existen ahora en Rusia por todas partes.