Alguien me presentó, en un bar del Centro, con una mujer que traía el aspecto de no haber dormido nunca. Era flaca, morena y estaba en los huesos. No habló mucho. Bebió una cerveza a toda velocidad y desapareció las horas que yo necesitaba para hartarme del bullicio, de la cerveza tibia y de una banda que tocaba en el escenario una muestra de exabruptos musicales. Pagué la cuenta, salí y enfilé contra el viento helado que barría la calle de República de Cuba. La mujer de la cerveza, mi invitada volátil, me alcanzó en la esquina para ponerme en las manos un mazo de hojas en un sobre amarillo. ``¿Usted trabaja en un periódico, no?''. Le dije que sí a su espalda morena y llena de huesos que ya enfilaba para otra dirección. Advertí, cuando estuvo cerca, que traía las venas picoteadas. ``Esta mujer se inyecta'', dije para compartir, aunque fuera con nadie, mi impresión.
Al día siguiente, mientras buscaba la proporción adecuada en esa alquimia, sólo simple en apariencia, de preparar una dosis aceptable de café, saqué las hojas del sobre y leí en orden, sin pausas, hasta que acabé con ellas. La historia sucedía en la ciudad de México, con personajes gringos y mexicanos, y estaba escrita en inglés. El protagonista, una suerte de monje budista de hábitos no tan monacales, se resistía a la tentación de la carne de una mujer que merodeaba por su casa, y sin embargo no dejaba de desearla. También deseaba el alcohol y las drogas, aunque en estos dos rubros no era tan riguroso con la continencia. El final de la historia coincidió con el último sorbo de café. Rescaté en un cuaderno algunas líneas del manuscrito que me parecieron luminosas. Por ejemplo, la propuesta personal del autor para volver productivos a los yonquis: ``si el gobierno me diera suficiente morfina todos los días sería completamente feliz y hasta me darían muchísimas ganas de trabajar como enfermero en un hospital''. Siguiendo con el tono yonqui apunté ésta: ``ponme a Grace Kelly en esta silla, morfina en aquella y elegiré la morfina''. Apunté otra, que venía en un tono combinado, sublime y ojete, digamos: ``En este instante mi padre y mi hermano yacen juntos en el fango del norte y yo estoy obligado a estar más despierto que ellos''. Al final de mi lista breve, apunte la línea más hermosa que encontré: ``Tristessa habla a un kilómetro por minuto''.
El manuscrito se llamaba Tristessa, como esa mujer que le había quitado la velocidad a sus palabras. En la noche regresé al bar con el ánimo de encontrarme a la mujer llena de huesos. Estaba sola, acodada en una mesa de lámina, me dijo que ella era Tristessa, que acababa de picarse y que el autor de la historia era el individuo de boina que ocupaba la mesa contigua. Me acerqué. Estaba dibujando en una hoja lo que sucedía en el escenario del bar. Pregunté si podía sentarme. Hizo un gesto que no comprendí, pero de todas formas me acomodé junto a él y encendí mi grabadora. Haciendo el esfuerzo de masticar con gracia mi inglés rudimentario, empecé a preguntarle cosas. Al día siguiente, al oír la cinta mientras ejecutaba esa alquimia humosa y aromática, sólo simple en apariencia, me soprendí de lo borrachos que nos oíamos. Yo había estado bebiendo en casa para matar la tarde que se empeñaba en matarme. El, al parecer, llevaba bebiendo todo la vida. ¿Es usted el autor de este manuscrito?, dije poniéndolo sobre la mesa, del lado que decía Jack Kerouac's Tristessa, con tinta azul. El tipo respondió: ``Sí''. ``¿Es usted Jack Kerouac?''. ``Si''. ``Veo que además de escribir también le gusta dibujar''. ``Sí''. ``¿Es cierto que Tristessa es aquella mujer?'', pregunté a la vez que señalaba a esa mujer que estaba en los huesos. ``Sí'', respondió. ``¿Es usted gringo?''. ``Sí''.
Traté de ganarme su confianza: ``¿Puedo invitarle una cerveza?''. ``Sí'', respondió como era natural. ``¿Y piensa quedarse a vivir aquí en México?''. ``Sí''. La mujer, que era Tristessa, se acercó para decirle al escritor que ya se iba. ``Sí'', respondió él sin levantar los ojos del dibujo que cruzaba por la fase difícil del sombreado. ``Así que le gusta dibujar ¿eh?'', dije en un tono que pretendía ser casual. ``Sí'', respondió.
Cansado del rumbo de esa entrevista sin rumbo, le hice una pregunta capital: ``¿Lo estoy incomodando?''. El escritor respondió: ``Sí''. Decidí acomodarme una salida conveniente, para que él cargara con la responsabilidad de esa entrevista frustrada: ``¿Quiere que me vaya en este instante?''. Respondió como lo esperaba: ``Sí''. Pagué y me fui.
Por alguna razón inexplicable, guardé la frustración en mi archivo de entrevistas. Con el tiempo el escritor se hizo famoso. Todavía de vez en cuando, en medio de alguna fiesta, pido un poco de silencio, saco la cinta del archivo y reproduzco aquel diálogo de bar. Mis amigos se entusiasman, aplauden y brindan en memoria del maestro.