El discurso económico oficial subió de tono en las últimas semanas. A los críticos se les acusa de deshonestidad intelectual y simultáneamente se emprende una campaña machacona para afirmar categóricamente que ya terminó la ``emergencia económica'' -eufemismo empleado para no llamar por su nombre a la crisis. Gracias a la política aplicada, los fundamentos de la estabilidad financiera estarían prácticamente garantizados y nos encontraríamos en medio de una vigorosa recuperación. Un dato es enarbolado por los estrategas de la economía como el símbolo de su victoria: la reposición numérica de los empleos que fueron sacrificados mientras duró la ``emergencia'' y, sobre todo, la creación adicional de cerca de medio millón de nuevos puestos de trabajo.
Entre los diversos indicadores que pudieran utilizarse para proclamar victoria, el del empleo es uno de los más discutibles. Así lo sugiere una variedad de razones. Como ya lo hizo ver en estas mismas páginas Alejandro Nadal, las cifras de creación de empleo cambian radicalmente de significado si el punto de comparación es el déficit acumulado en este terreno y no, como se hace en el discurso gubernamental, el nivel más bajo de la crisis. Este punto es por sí mismo relevante en el análisis de las tendencias del mercado de trabajo, pero además es muy pertinente a la luz de una particular circunstancia política: la crisis que provocó la desaparición de más de medio millón de empleos en 1995 no fue un accidente, sino el resultado de una estrategia económica de la que el actual gobierno no sólo es corresponsable sino también continuador. Esta estrategia económica se empezó a aplicar en la segunda mitad de la década pasada y apenas es necesario añadir que las figuras mayores del actual gobierno formaron parte del ``grupo compacto'' que la diseñó e inició su ejecución. Uno de los fracasos más grandes de la citada estrategia se ubica precisamente en el terreno del empleo.
Dados el crecimiento y la estructura de edades de la población mexicana, entre 1985 (cuando comenzó a implantarse el proyecto ``modernizador'') y 1994 (cuando estábamos en la antesala de la crisis) debieron crearse alrededor de once millones de nuevos puestos de trabajo. Con ello se habría mantenido el nivel de empleo existente a principios de la década pasada, y nada más; la desocupación abierta y el subempleo de aquella época, que ya constituían el mayor problema socioeconómico de México, habrían mantenido, en consecuencia, sus magnitudes relativas. Sin embargo, en el marco de la política económica ``modernizadora'' sólo se crearon durante todo ese periodo un total aproximado de un millón y medio de nuevos empleos. Como resultado de este fracaso, unos 9 millones de personas en edad de trabajar no tuvieron posibilidades de encontrar una colocación productiva en la economía formal.
Es con referencia a esta realidad que deben ser confrontados los logros en materia de empleo que se atribuye el gobierno. Frente al déficit sin precedentes de puestos de trabajo que se acumuló hasta 1994 y la destrucción de medio millón de empleos existentes en la fase más aguda de la crisis, las cifras que ahora se nos presentan como evidencia inequívoca de recuperación constituyen, en el mejor de los casos, el símbolo de una victoria pírrica: el empleo neto producido en los primeros 28 meses del gobierno de Ernesto Zedillo asciende, de acuerdo con las propias cifras oficiales, a unas quinientas mil nuevas plazas. En promedio, lo anterior significa la creación de sólo 216 mil nuevos empleos formales por año. Es evidente que se trata de una oferta de empleos raquítica y muy por abajo de las exigencias derivadas del crecimiento demográfico. Es por ello que la cifra relevante en materia de empleo no es la pregonada hasta el cansancio durante estas últimas semanas, sino esta otra: durante el actual periodo de gobierno el déficit ocupacional se incrementó en cerca de dos millones de mexicanos más. Esta parte de la realidad es omitida en el discurso oficial sobre la recuperación. Y no es que los conductores de la política económica ignoren estos hechos. Sucede que cada vez están más necesitados de presentar resultados positivos de su gestión, y tal parece que sus afanes publicitarios los llevaron al punto en que, como lo metafísicos de Tlón, en el relato de Jorge Luis Borges, ya ``no buscan la verdad ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro''