El acarreo, del que el PRI no puede prescindir como lo demuestra el más importante acto de campaña de Alfredo del Mazo en el Auditorio Nacional hace unos días, es una de las expresiones más evidentes del clientelismo electoral que ha caracterizado por décadas la política del gobierno mexicano.
Nadie ignora que las campañas electorales han sido aprovechadas por el partido del gobierno para repartir bienes de consumo indispensable, pero también para regularizar arbitrariedades, atropellos legales y todo tipo de situaciones de facto. La modalidad más novedosa del clientelismo electoral es la de los promotores del voto, quienes en muchos casos han tenido que aceptar hacer un trabajo político para el PRI --aun en contra de sus preferencias personales-- para percibir el salario que necesitan y que no tienen por la falta de un empleo formal.
Este clientelismo, que históricamente ha practicado el gobierno y su partido, y que más recientemente empezaron a utilizar muchos partidos de oposición, es un mecanismo de control que altera y desvirtúa el derecho al sufragio y que a largo plazo afecta las posibilidades de un cambio profundo en el país.
El control clientelista, expresión que propuso hace años Alain Rouquié para designar esta ``dominación social que permite dirigir en forma imperativa a las opciones electorales'', es propio de regímenes políticos autoritarios, y aunque para quienes detentan el poder es un medio menos seguro que el robo de urnas, les conviene más por ser menos evidente. Los observadores electorales, sobre todo si proceden del extranjero y sólo vigilan las urnas durante la jornada electoral, resultan así fácilmente engañados.
Las relaciones de clientela se desarrollan en un contexto social en el que el Estado no se preocupa por el bienestar de los ciudadanos y en el que el gobierno no asegura un auténtico estado de derecho. De esta forma, el Estado es en gran medida responsable de las mismas carencias que ofrece subsanar cada periodo electoral. En esta lógica, es evidente que la satisfacción de demandas a corto plazo a cambio de apoyo político cada tres o seis años, se efectúa en detrimento de las transformaciones de largo plazo.
El efecto social del clientelismo electoral es que al presentarse éste como favores individuales, se exime al Estado de obligaciones y se ocultan los problemas fundamentales de la sociedad. La satisfacción individual de demandas desmoviliza a la sociedad y contribuye de manera determinante a mantener el estado de cosas existente. La utilización política de la dominación social asegura cierta paz, y la satisfacción siempre incompleta de las necesidades individuales inmediatas, sirve de válvula de escape a la inconformidad social.
Campo propicio en el que se desenvuelve casi de manera natural el clientelismo tanto del Estado como de los partidos es el de la escasez de los bienes vitales y la inseguridad económica. En este contexto de inseguridad y de carencias se desarrollan redes de dependencia que hacen imposibles los lazos horizontales de solidaridad social. Por el contrario, lo que prevalece son las relaciones verticales que permiten la utilización autoritaria de todo, hasta de las instituciones de la democracia como lo es el sufragio.
La integración vertical de las relaciones individuales que impone el clientelismo electoral es uno de los mayores obstáculos para los procesos de transformación política y social. Para esto han servido las elecciones en México y ésta ha sido su función principal.