La rebelión estudiantil de 1929 y el establecimiento de la autonomía universitaria en la época interina de Emilio Portes Gil, fue un triunfo enorme del espíritu sobre el régimen de corrupción, falsedad y contrarrevolución autoritaria de las administraciones establecidas en los tres lustros que van del asesinato de Venustiano Carranza a la estruendosa caída del maximato callista, en 1936. ¿Por qué la Universidad se vio obligada a desprenderse del gobierno y organizar su propia autodeterminación? La respuesta es tan transparente como el solo imaginado aire de nuestra capital. Desde que Justo Sierra invocó a la diosa Palas Atenea, para que en las Escuelas y Facultades, mostrara el camino de la verdad y el bien, resultó inasequible cohonestar el afán universitario con la barbarie de aquel régimen mañosamente disfrazado con la mentira democrática de comicios fraudulentos. El pueblo había enarbolado en aquellos años, con el vasconcelismo de entonces, las banderas de sufragio efectivo y justicia que el militarismo se encargó de aniquilar en el acto genocida de Topilejo.
Con toda su grandeza, 1929 continuó viviendo entre las procelosas agresiones de la contracultura gubernamental y no gubernamental; y por esto fue dable a los universitarios recobrar y modernizar, en las aulas, los ideales de la Escuela de Altos Estudios que dirigiera Ezequiel A. Chávez, donde la ciencia y la filosofía se reunieron en las señeras figuras de Sotero Prieto y Antonio Caso. Otra vez el conocimiento exacto del rigor matemático y la palabra noble de la virtud reuniéronse para dar sentido y forma a una universidad comprometida a la vez con la ciencia y la moral puestas al servicio de la nación. Esta íntima unidad indispensable de lo bueno y lo verdadero, y su entrega al perfeccionamiento de los valores supremos del hombre, son las claves orientadoras de la marcha universitaria en nuestro país.
Repitámoslo una y otra vez. Las lecciones de 1929 han sido aprendidas y replicadas cada vez que las presiones autoritarias de aquí o de allá, o los poderosos intereses de las élites del dinero, han tratado de desvirtuar la docencia, la investigación y la difusión de la cultura. El error del maestro Vicente Lombardo Toledano, quien trató de convertir el socialismo en doctrina inapelable, en el quehacer de la educación superior, fue afortunadamente purgado por el sabio Antonio Caso, defensor de la libertad de cátedra. Contra la opinión de prominentes alemanistas, Luis Garrido y Raúl Carrancá y Trujillo lograron fundar la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, a fin de enjuiciar al poder político en el intrincado juego de las fuerzas que lo ponen en marcha y de su responsabilidad ante la sociedad. Nabor Carrillo protestó y detuvo la invasión universitaria de la policía del regente Uruchurtu; y Javier Barros Sierra desfiló por las calles de México para hacer patente la inconformidad de la Universidad con la brutalidad diazordacista que culminó en las matanzas de Tlatelolco. La misma protesta fue manifiesta en la renuncia del rector González Casanova ante la impunidad de quienes asaltaron y saquearon las instalaciones universitarias. Sólo hemos citado algunos ejemplos de cómo la Universidad, centro del saber y del bien, ha defendido la libertad académica de cara a los enemigos de la libertad y la virtud como esencias de un pueblo, el mexicano, explicitadas de manera franca tanto en la existencia como en los compromisos de la Universidad Nacional Autónoma de México. Sin la razón como instrumento del conocimiento científico y tecnológico, y sin la moral como guía de ese conocimiento hacia el bien individual y común, la Universidad no podría vivir, ni tampoco el país como entidad soberana.
Ahora toca al rector Francisco Barnés de Castro reiniciar la defensa de los fueros del espíritu --la verdad y el bien-- en la Universidad. En un entorno de confusión, incertidumbres, burla del Estado de derecho y de los principios constitucionales, vigentes y no cumplidos, que sancionara nuestro pueblo en el Querétaro de 1917, cuando las oleadas de perversión pretenden ahogar y anular las más preciosas esperanzas del país, la Universidad recobra sus fuerzas morales y condena todas las formas ocultas o abiertas de la corrupción que pretende infiltrarse en las aulas. En este contexto hay que ubicar la decisión jurídica y ética del Consejo Universitario y del Rector, de desligar a la Universidad de las llamadas preparatorias populares al negarles por más tiempo el pase automático a licenciaturas, transformado en un avieso negocio de compra y venta de privilegios a cambio de hartos puñados de lentejas.
La Universidad es por igual un combate por la verdad y por el bien, o sea, por la virtud y el saber como fuentes de la grandeza de México. En consecuencia, una universidad incompatible con el fraude es la única universidad posible.