Margo Glantz
Desde el Este: Chantal Ackerman

En el museo judío situado frente al parque central, cerca del Guggenheim, una película acompañada de una instalación y un video con voz de Chantal Ackerman, cineasta a la que se le ha hecho un homenaje en Nueva York, se han exhibido varias de sus obras pocas veces vistas en México. Películas como Jeanne Dielman (que filmó a los 24 años), Yo, tú, él, Un sofá en Nueva York y Noche y día. En ellas subyacen la angustia, la contemplación, lo antisentimental, lo anárquico --como dice un articulista del Time Out. Nacida en Bélgica de padres judíos que emigraron de Polonia durante el nazismo (la madre estuvo en un campo de concentración), esta cineasta confecciona películas de lentos movimientos, pausadas imágenes, concentradas miradas. El documental De l'Est fue filmado en 1992 para captar las transformaciones en el antiguo bloque socialista: Alemania, Polonia, Unión Soviética, después de la caída. ¿Qué ha quedado de ese sistema? ¿Cómo viven las personas? O, más bien, ¿qué vio Ackerman o qué quiso ver en ese inmenso territorio?

``Mientras hay tiempo, me gustaría hacer un viaje largo por Europa oriental, confiesa. Ir a Rusia, Polonia, Hungría, Checoslovaquia, Alemania Oriental y luego regresar a Bélgica. Me gustaría filmar allí, siguiendo el estilo documental que colinda con la ficción, filmar todo lo que me conmueva''. ¿Y qué le conmueve? Imágenes estáticas y en movimiento, calles desoladas o atravesadas por gente que las transitan con desgana.

Cambio lento de estaciones, cambio lento de vestimenta, grandes concentraciones de gente solitaria, paseantes indiferentes, gente inmersa en las actividades indispensables de la vida cotidiana: comer, pensar y mirar.

Parecería que esta cinematografía contradijera la idea de movimiento, como si éste acelerado fuese sólo patrimonio del cine de acción estadunidense en donde si no pasa todo rápidamente no pasa nada. La obsesiva mirada de Ackerman se detiene morosamente en una casa cuya ventana da a la carretera, y desde ella la cámara observa un árbol en pleno verano, algunos coches que pasan y que producen una continua sensación, la de un interminable camino vacío que nunca es alterado por el movimiento; un aire que mueve las cortinas de la casa, pero la casa está sola, no abandonada. Luego la cámara retrata a un joven anguloso, sentado en una banca, con una camiseta escueta, sin mangas, descansando ¿del trabajo?, ¿de la espera?, ¿de qué?, mientras descansa fuma y mira con su mirada fija hacia la cámara que lo filma.

Otras figuras más, un perro, un niño, una vieja y una muchacha joven, siempre cargan algo; luego, otra ciudad, más figuras que pasan, coches, más coches de modelos anticuados, ineficientes, cuyo motor desentona con el silencio y la lentitud de las imágenes. Cambios que no avisan de nuevas lenguas ni de distintos territorios que sin embargo se entreven; la inmovilidad, la espera, y luego, el invierno --terrible, blanco, ominoso--, la gente esperando, haciendo cola, ya es Rusia, lo intuimos, lo sabemos, ya estamos en las salas de espera de los trenes, en los andenes en donde la gente inmóvil espera, acompañada de inmensos bultos, cuyo peso sobrepasa sus espaldas. Cualquier intento de abarcarlos es inútil, muchos fuman, sus abrigos están raídos, sus gorros son de piel mezquina, sus miradas interminables esperan sólo otra espera interminable, inútil, desesperanzada, como si Ackerman reprodujera una atmósfera eterna de campo de concentración en donde la espera sólo conduce a la nada, a la desintegración. ¿Hay posibilidad de cambio? ¿Existe alguna esperanza?

``Mientras todavía sea tiempo, explica de nuevo Ackerman. ¿Tiempo para qué y por qué. Tiempo que previene contra la ``invasión'' occidental. Como si existiese un antes y un después, antes o después de la edad de hielo o la guerra fría. ¿El tiempo de la utopía realizada y el tiempo de una utopía destruida, o el tiempo quizá de alguna otra utopía?'' No lo sabemos: después de ver la película que impacienta porque no pasa nada --insisto, estamos en Nueva York donde todo pasa rápidamente--, se visita otra sala con televisiones que reproducen de manera reiterada y en desorden las mismas imágenes de la película, pero trastornadas aún más por su inserción en la pequeña pantalla, por la fragmentación y la repetición reproducidas de manera interminable.

Por fin, otra sala pequeña con un aparato de televisión al ras del suelo, una fotografía casi inmóvil que se desplaza poco a poco y refleja un cielo azul oscuro traspasado por la nieve que cae eternamente, por la luna o por un faro callejero que ilumina el mismo eterno invierno y una voz monótona, la de Ackerman, que repite la inutilidad de la espera, la muerte en vida, la incapacidad de la esperanza. ¿Eso será de verdad el Este? ¿No habrá visto Chantal sólo el universo concentracionario que sus padres le habían heredado? No lo sé. Ackerman termina: ``La perversión estaba ya allí, en la existencia de esos dos bloques que no eran tan contradictorios como parecían a primera vista''. Reitero: ¿será verdad que el Este, un Este asesinado por el nazismo y el fin de la utopía, dibuje sólo la imagen de la muerte?.