A un México frágil, de cristal, casi impalpable que se va de las manos, que parece formado de humo y vapor popos --materias vaporosas-- con las que, según parece, se plasman los cuerpos traslucidos de los fantasmas y la magia, Estados Unidos de América --a pesar del suave discurso de Clinton-- volvió a humillarnos, amenazando con infringirnos aún más dolor, debido a que por su cielo vuelan las drogas.
Se les olvida que en el cuerpo etéreo mexicano vibra una historia heroica, compuesto de múltiples historias de culturas mágicas, no pragmáticas que ojalá hayan asimilado los Clinton. Un México al que no vence ningún daño, pues, es estoico. Capaz de reaccionar ante la mayor adversidad a pesar de estar cercado en refugios cada vez más mezquinos y más estrechos.
Como a mago atolondrado le cayó --a México-- el pragmático estadunidense que se siente el conquistador del mundo y guardián de las buenas costumbres (je, je). Entre las que no se encuentran la defensa de los derechos humanos del ``otro'', el indocumentado, al que aplasta y le infiere todo el dolor posible.
El paso del ``amigo'' estadunidense por México es como el huracán que pasa y desmocha todo. Las virtudes más robustas se tienen que rendir a su omnipotencia, narcisismo de fin de siglo, sádico y maniaco e inclinarse las reputaciones más dignas y las más intangibles castidades.
Es el estadunidense un atroz seductor con la belleza de su dinero y su electrónica y como tal resulta. Con un México desvalido se entrega a la misma desde su inicio como nación. Perdido en los arcos del tesoro americano, vive en triste estrechez en una Neza y sus anexas melancólicas sin más entretenimiento que crear más hijos, para molestia del vecino.
Este entretenimiento --deporte nacional-- magia que mueve la vida mexicana para envidia de los higiénicos vecinos, no es comparable a su ambición obstinada ni al rencor y el odio y menos su egoísmo que es el ansia de faje al revés.
La magia mexicana música sin rudimentos de armonía compone, improvisa, es sorpresiva y se transporta en éxtasis intensísimos. Ante estos deliquios celestiales del desorden, del no concretar, el estadunidense se pierde, se esfuma, penetrado por la magia musical pictórica mexicana, que llena tímpano y retina de fugas y contradrogas y se adormece en el fogón trípode de inspiración de chiles y tortillas que nunca entenderán.
El pobrecito estadunidense que cree que el cantinero y el productor de drogas es el culpable de su vacío, hueco doloroso que no le llenan sus millones y del que --retorno de la omnipotencia reprimida-- se defiende con más coca, mariguana y heroína, mientras el mexicano mira la luz del sol y la luna, sus pirámides y montañas calientes o congeladas --Popo e Ixta-- se apodera de él, un conjuro que le produce un poder que no es externo, es lectura interna a la que contempla con el ojo que significa amor o muerte y pertenece al brillo de la fecundidad imposible de comprensión para el pragmático vecino.