Octavio Rodríguez Araujo
Perspectiva de un nuevo régimen

En un reciente artículo en Viento del Sur titulado ``1997: Elecciones en un régimen en crisis'', escribí que las perspectivas de estas elecciones, las del próximo 6 de julio, se pueden ubicar en la crisis de un régimen que no ha desaparecido del todo y en un nuevo régimen que, además de haber nacido como una imposición desde fuera (imposición aceptada por la tecnocracia mexicana), no ha logrado consolidarse entre otras razones por su impopularidad y las grandes contradicciones sociales que ha provocado.

Esto es, estamos hablando de dos regímenes que se han sobrepuesto, uno sin agotarse del todo y otro que por más dinero que le inyectan no florece ni, mucho menos, produce los frutos que sus artífices han prometido. El viejo régimen, de autoritarismo populista con fuerte intervención del Estado en la vida económica, pero no exclusivamente en ésta, no se corresponde con los crecientes deseos democráticos de la mayoría de los mexicanos; pero el nuevo régimen, si bien en apariencia es más democrático, tampoco se corresponde con el deseo legítimo de la mayoría de los mexicanos de no sólo sobrevivir sino de mejorar su condición de vida.

El nuevo régimen está defendido por tecnócratas colonizados mentalmente, que no han entendido algo tan simple como que la economía debe servir para mejorar constantemente el nivel de vida de un pueblo, y no para que los más ricos aumenten estratosféricamente sus riquezas. Tampoco han entendido que la democracia, para que sea efectiva, no es solamente supraestructural (jurídica y política), sino también estructural en beneficio real y concreto del mejoramiento del pueblo.

Son tan miopes estos tecnócratas que no calcularon la espiral caótica que sembrarían al imponer, acríticamente, el modelo neoliberal en países como el nuestro que, ni de lejos, tiene los niveles de vida generalizados del más pobre de los países desarrollados del planeta. Cuando se dieron cuenta de la depauperación creciente de la supermayoría de la población y del hecho de que ésta reaccionara defensivamente por el impulso natural y elemental de querer vivir con mínimos decorosos, comenzaron a preocuparse por un concepto que no existía en el diccionario político mexicano: la gobernabilidad. Y la gobernabilidad, en términos tecnocráticos (es decir, pragmáticos), se quiere garantizar al costo que sea, incluso militarizando la política en todas las zonas del país donde han surgido (o resurgido) movimientos armados o donde la población que no encuentra salidas recurre al robo para sobrevivir. La lucha contra el narcotráfico, además de ser otra imposición estadunidense, es mero pretexto para usar al Ejército; peor aún, para desnacionalizarlo poco a poco al sujetarlo crecientemente a los intereses hemisféricos de Estados Unidos. (Véase el suplemento sobre militarización en El Financiero del domingo pasado.)

Las elecciones próximas, si quiero ser optimista, pueden ser el principio para enderezar las cosas y reencauzarlas hacia un nuevo régimen que termine de una vez por todas con el viejo sistema que ya estaba muy corrompido, y que pare en seco al presente que, además de ser tan corrupto como el anterior, no ha demostrado vigencia legítima ni beneficios para la mayoría de los mexicanos. Dado nuestro régimen presidencialista y tomando en cuenta que desde la Presidencia se impone el modelo neoliberal sin contrapesos, la única opción viable que se percibe a muy corto plazo es que el Ejecutivo tenga el contrapeso del Legislativo en manos de una representación política más preocupada que el Presidente por el bienestar de los mexicanos, por la soberanía nacional y por la democracia.